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El Verija > Luis Alemany

Los jóvenes alumnos (35, 40 años) de su colegio tinerfeño Montessori lo llamaban el Mae (apócope de Maestro), que es el mejor título que puede recibir un enseñante (uno -por impúdico que parezca declararlo- lo ha recibido de algunas docenas de entrañables discentes), porque tal titulación espontánea solo depende de la voluntariosa decisión del alumno que la otorga, ya que es una categoría mucho más importante que la de profesor, que se limita a dar clase en el aula, sin establecer necesariamente relación con el alumnado; pero desde su agresiva juventud iconoclasta (y para sus viejos amigos: uno no llegó a tanto) fue siempre el Verija, cuyo procaz origen desconozco, pero que es un mote que siempre me ha resultado agresivamente entrañable.

Transgresor, rebelde -muchas veces sin causa-, incordio, disidente de casi todo, marxista utópico, fue uno de los últimos de Filipinas de la negación radical de cualquier ortodoxia, porque sabía (como hemos querido saber algunos: a veces sin demasiado éxito) que las supuestas ortodoxias -siempre provisionales: afortunadamente- solo tienen razón de ser en función de las heterodoxias que generan, y las enriquecen transformándolas en fructíferos escepticismos: tal vez sea cierto que los pueblos que olvidan su Historia están condenados a perecer: no ha sido ese (al menos hasta ahora) el caso de Tenerife, donde se ha atendido por igual a Pedrín que al General Gutiérrez, a Venanceo que a García Escámez, y a la Lorenza que a García Sanjuán; y -desde esa hermosa perspectiva- el Verija forma parte indiscutible de una ciudad hermosa en cuanto confusamente compleja. El Colegio Montessori, que se inventó a pulso el Verija a mediados de los años 60, en la todavía más que siniestra dictadura sangrienta, fue (como el Barça es más que un Club) algo más que un colegio; de tal manera que -salvando las insalvables distancias- sus alumnos eran, como los de los colegios jesuitas, capaces (como Stalin o Fidel Castro implantaron dictaduras después de haber estudiado allí) de asumir -de manera irrevocable- la solidaria convivencia democrática inapelablemente: tal vez no sea casual (desde la epistemología que uno sustenta) que tal libertaria docencia haya surgido de la con(s)ciencia lúdica de un inquebrantable grupo de amigos que lo acompañaron (Ramón Trujillo, Diego Guigou, el Caragato, Edmundo González) que en los años de postguerra asumieron la lúdica resistencia pasiva de decir no a todo lo que entonces había, que era nada: funcionó.