DOMINGO CRISTIANO > Carmelo J. Pérez Hernández

En la capilla de mi calle > Carmelo J. Pérez Hernández

En la misma calle en la que vivo, más allá de la zona de restaurantes, después de la de bares y justo después de donde se ubican varios antros, exactamente allí, casi donde la vía pierde su nombre, hay una capilla que permanece abierta todo el día y toda la noche. Sólo cierra sus puertas desde la tarde del Viernes Santo hasta la Vigilia Pascual.

El nombre es espantoso. Cachito de cielo se llama, en alusión a los frescos de su bóveda, que simulan un escenario paradisiaco al estilo iconográfico más tradicional. A mucha gente les encantan y yo apenas los miro: mi familia tiene razón cuando dice que tengo unos gustos rarísimos. Es que esto de los ángeles mofletudos, cuello torcido cual niña del Exorcista y mirada extraviada lo llevo yo muy mal.

Esta capilla, habitada por unas monjas de cuyo nombre nunca consigo acordarme y que reparten cientos de bocadillos a los pobres diariamente, se ha convertido casi sin pensarlo en una especie de incubadora de mi fe. A menudo me conducen hasta allí mis pasos, dirían los románticos. Yo diré que son mis alegrías, mis tristezas, mis anhelos, mis sueños, mis rabias, mis incomprensiones, mis negaciones… las que me llevan, me empujan casi, hasta ese rincón de mi barrio consagrado a la adoración eucarística.

A menudo, allí llego confuso, buscando consuelo, revuelto y zarandeado por una vida que en ocasiones me aprieta como un corsé mal calibrado. Allí vomito mis ansias de entender más y mejor por qué pasa lo que pasa y cómo se explica que seamos cómo somos. ¡Si las buenas monjas supieran que su cachito de cielo se trastoca en ocasiones en mi trozo del infierno! Casi nunca encuentro la respuesta definitiva a lo que me atormenta, pero siempre salgo consolado, como se sienten los que han sido escuchados. Abrazados en la escucha, animados a seguir esperando.

También cruzo las puertas de aquel templo recoleto con el sereno andar de quien busca el encuentro. Y es allí donde le pido a Dios que, si es necesario, me falte todo menos Él. Y es allí donde le pido a Dios que me ayude a creerme esta oración y a vivir de ella.
Las paredes de esta capilla han sido espectadores de una suerte de alegría que transforma la vida y no puede ser explicada: la seguridad de una presencia conmovedoramente real y apasionadamente entregada a regalarle vida a mis días.

Claro que no se puede explicar, porque es imposible dar razones a nadie de lo definitivo que resulta un momento de intimidad en el que se acierta a condensar la vida entera en una oración. Mejor, en un silencio habitado. Eso es: un silencio más cierto que el ruido mismo. “Estás aquí”, suelo decir entonces. Y luego, silencio, para no estropear con mi torpeza la calidez de ese encuentro.

Luego, de vuelta a casa, me fijo bien en los antros, y en los bares y en los restaurantes de mi calle, no vaya a ser que mi cachito de cielo se convierta en una trampa mortal para mi fe, alejándome de la realidad de este mundo hermosamente habitado por Dios. No quiero plantar una tienda en la que quedarme a vivir dentro de mi capillita, sino inyectarme en vena entre sus paredes la única razón por la que vivo, soy como soy y confío en ser mejor.

Hablo de la Eucaristía, claro. Hablo de cuánto me sobrecoge el misterio de Dios, servido como acontecimiento en cada misa. Verdaderamente alimento.

@karmelojph