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Intolerante y tránsfuga> Tomás Gandía

La experiencia de la vida nos enseña que la placidez de ánimo, la amable disposición, la bondad de carácter, el afectuoso servicio al prójimo, no son cualidades monopolizadas por determinada fe religiosa, así como también pueden echarse de menos en quienes rutinariamente practiquen el culto externo de su religión. Si así no fuese, si la virtud de la caridad estuviera vinculada en tal o cual religión, los millones de gentes que profesan otras con tanta sinceridad como aquellos la suya, serían una horda feroz de individuos sin entrañas.

De aquí que la tolerancia sea una de las diversas modalidades de la cortesía. Podemos mostrarnos intolerantes con las ideas contrarias a nuestro convencimiento, pero mostrando consideración con las personas que no opinen de igual manera. Más tolerante debe ser con los defensores del error, o mejor dicho, de lo que él tiene por error, quien más convencido esté de mantener la verdad. Porque la intolerancia, como hermana melliza del fanatismo, únicamente cuadra a quienes imaginándose en plena posesión de la verdad absoluta, defienden sus ideas movidos por la exageración del sentimiento que en ellos suple al raciocinio, y tienen por necesariamente absurdo el criterio ajeno. Los signos de educación de una persona se delatan con claridad en las discusiones y debates, ya tengan por arma la lengua, bolígrafo, lápiz o el ordenador, pues los mantenedores que más de verdad lo son de su amor propio, por no decir orgullo, al verse faltos de razones con que apoyar su fanatismo, echan mano del insulto y del escarnio para lastimar a los demás, no sabiendo cómo rebatir sus razonamientos.

Los individuos de exquisita índole moral y cultural difícilmente trasponen el límite que separa la persona de la idea. Cuando las circunstancias les llevan al terreno de la controversia, saben tener la serenidad conveniente para que el debate o la discusión no degenere en chabacana disputa ni el acaloramiento perturbe el razonamiento, ya que su misma superioridad de criterio les mueve a guardar al adversario todas aquellas consideraciones personales sin las que la vida social o parlamentaria fuera imposible.

Y más claramente observaremos el apasionamiento de los intolerantes al apreciar que, si por una de esas mudanzas o conversiones tan frecuentes en las personas de partido y doctrina se pasa alguna con lengua y taquígrafo a otro bando o partido, se truecan los silbidos en aplausos, los dicterios en elogios y en alabanzas las diatrabas, sin que el tránsfuga, apóstata, resellado o converso, como quiere llamársela, haya mejorado ni un ápice su constitución moral.