Manolo Iglesias > Leopoldo Fernández

Cuando, de manera inesperada, la muerte decide cobrarse la vida de alguien, como precio inevitable de la existencia humana, uno normalmente se sorprende. Sobre todo porque, como es el caso, las circunstancias en se produce el óbito de un amigo resultan extrañas, singulares, distintas. No es habitual que la gente se muera de repente, o que encuentren a un ciudadano ya cadáver, en la habitación de un hotel, como le ha ocurrido a Manolo Iglesias en Málaga. Que fue, ya es casualidad, lo que le sucedió en Madrid a su amigo del alma, el recordado Jorge Martínez y López, con quien tantas conversaciones -y preocupaciones- compartimos los dos. Tras el fallecimiento de César Fernández Trujillo llegaron el de Justo Fernández, el de Rolo, el de Sánchez-Araña y, ahora, el de Manolo. Unos mazazos casi seguidos que cierran otras tantas vidas compartidas en momentos imborrables y gratificantes. Se dice que la muerte prevista es la más triste de todas. La del director adjunto del DIARIO no deja de producir dolor, y aflicción, y enojo, y pesadumbre, por inesperada. Iglesias, entusiasmado y pletórico, estaba viviendo el fin de sus días periodísticos, que no gastronómicos -no estaba dispuesto a abandonar su natural inclinación a ensalzar las virtudes de la buena mesa, sobre todo de la buena mesa canaria-, y preparaba con entusiasmo juvenil un nuevo libro sobre las excelencias de nuestra cocina y de los manjares de la tierra. También tenía a punto una bien merecida jubilación en la que se proponía viajar -era un viajero empedernido- regularmente a Chile, Argentina, Venezuela, México y Marruecos, países que le atraían de manera muy especial y con los que se fundió vacacionalmente durante muchos años. Esos sueños se han truncado inopinadamente por esa mudanza inevitable que es la muerte, adelantada en el tiempo, aunque está -y no queremos verlo- tan cerca de nosotros como el botón de la prenda a la que se halla cosido, que diría La Rochefoucauld. Manolo entró en el DIARIO, desde la formidable escuela periodística de Alfonso García Ramos en La Tarde, a mediados de 1976, a los pocos días de que el decano de la prensa de Canarias iniciara su publicación en Santa Cruz de Tenerife. No lo conocía yo personalmente, pero sí sabía de su trabajo en el vespertino tinerfeño, y me bastó seguir su quehacer para entender que tras él se hallaba un periodista de raza, ágil, dinámico, casado con la actualidad. Lo llamé, accedió a incorporarse al DIARIO y con modestia y dedicación dedicó sus mejores esfuerzos al mundo de la información local hasta llegar a las responsabilidades profesionales que hasta ayer mismo ostentaba. El año 76 se produjo una huelga en el periódico tras no prorrogar la empresa el contrato de uno de los redactores. Manolo, que llevaba apenas un mes en el matutino, se sumó a la protesta, pero pocos días después se incorporó al trabajo porque no le gustaba el tono que había adquirido el conflicto. Con el paso de los años, Iglesias fue adentrándose en el mundo de la gastronomía y el análisis político hasta convertirse en un referente de ponderación, buen juicio y equilibrio, respetuoso, conciliador y moderado en sus apreciaciones. Personalmente, siempre valoré su lealtad y su compromiso con la empresa editora del periódico, del que quiso, y logró, hacerse accionista para expresar mejor su trabazón y fidelidad. A Manolo debemos todo, absolutamente todo, cuanto el DIARIO ha realizado en pro de la gastronomía. De su iniciativa y fino olfato de buen observador profesional son fruto los planes de gastronomía del Cabildo Insular, las políticas favorecedoras de nuestros populares guachinches, todas cuantas disposiciones se han adoptado en favor de dignificar lo nuestro, teniendo por tal aquello que forma parte inseparable del alma canaria, en este caso del alma del buen yantar y su dignificación, conservación y popularización. Manolo ha sido un referente, un pionero, incluso un visionario que inculcó a diestro y siniestro la necesidad de potenciar las cosas del comer, del buen comer, y su fusión imprescindible con el mundo del turismo como oferta enriquecedora y diferenciada. Con el recordado Chela, De la Gándara, Hernández Bueno y Marrero, ha dado forma a la moderna gastronomía canaria, que luego, pese a su modestia inicial, enriquecieron y proyectaron más allá de las Islas destacados profesionales de la cocina y las viandas, entre las que no pueden faltar unos vinos cada vez más cuidados y selectos. Iglesias era miembro de la Academia Nacional de Gastronomía, que hace unos años le concedió merecidamente su premio nacional. Los grandes gurús de este mundo cada vez más destacado que es la cocina y su proyección universal querían entrañablemente, y le respetaban casi con adoración, a Manolo Iglesias, por su destacada labor culinaria. Desde Adriá a Berasategui, desde Arguiñano a Arzak, desde Roca a Subijana, desde Arola a José Andrés, incluido el eterno Rafael Ansón, quizás el principal divulgador de la gastronomía patria. Según un proverbio francés, el ejemplo acaba lo que el precepto comienza. En tal sentido, nada infunde más ánimo en estas horas tristes que el buen hacer que deja Manolo Iglesias, mucho más valioso que todas las palabras y todos los testimonios.