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Tengo un vago recuerdo de la reconversión industrial de los 80, mayormente porque me pilló empezando el colegio y aunque yo era muy de ver el telediario no me enteraba de casi nada. Pero sí tengo grabado el enorme conflicto social que se generó en el norte de España a raíz de aquel agrio proceso.

Lo veo resurgir estas semanas con las protestas de las cuencas mineras leonesas y asturianas. En nuestra borrachera económica de los últimos 15 años, cantando el “España va bien” por las esquinas, nos convertimos en un país tan de clase media que casi nos olvidamos de que aun había gente pringándose las manos, literalmente, en un trabajo duro y desagradable, causa de un desgaste físico brutal, para ganarse la vida.

No seré yo quien defienda la pervivencia porque sí del sector, ya que me faltan datos para valorar si la extracción de uno de los combustibles fósiles más contaminantes debe continuar o no. Pero entiendo que estén furiosos. Se les cortan las ayudas sin más, sin ofrecerles alternativas, desde un despacho, con un desprecio y una insensibilidad pasmosas.

Al mismo tiempo que se cercena una actividad industrial fuertemente subvencionada, se sacan 20.000 millones de euros de donde no hay (o dicen que no hay) nada, para que Bankia no caiga y se finge que sus gestores no tienen la menor responsabilidad en el desastre. Cobren ustedes sus indemnizaciones y que les vaya bonito. En otro banco, incluso.

Es normal que los mineros estén cabreados. Deberíamos estarlo todos.