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Desmemoria centenaria > Juan Hernández Bravo de Laguna

Hace unos días, el 11 de julio, los cabildos insulares canarios cumplieron cien años. Sus primeros cien años, podríamos decir desde el optimismo. Tras la discusión en las Cortes de un primer proyecto de ley que contemplaba la eterna cuestión de la división de la provincia única de Canarias, finalmente se decidió mantener la unidad provincial y crear una nueva institución, unas corporaciones locales de ámbito insular denominadas Cabildos Insulares. Y así, la conocida como Ley de Cabildos es aprobada por las Cortes y promulgada el 11 de julio de 1912, mientras que el Reglamento que rige su aplicación lo será en el mes de octubre siguiente.

La ley de 1912 utiliza una denominación, Cabildo, que coincide con la que tuvieron los Ayuntamientos de cada Isla en el Antiguo Régimen. Pero ahora los cabildos insulares no son creados como instituciones de gobierno municipal, puesto que los ayuntamientos, en que, a partir de las parroquias, se habían fragmentado cada una de las Islas, permanecen, sino con una dimensión insular. Esto significa el reconocimiento normativo, por primera vez desde 1812, de la realidad insular canaria, a la que se concede carácter institucional.

Pues bien, los cabildos insulares fracasan en la que parece ser una de las más importantes razones de su creación, si no la exclusiva: impedir la ruptura de la provincia única isleña. Sin embargo, triunfan plenamente, incluso de una forma que nos atreveríamos a calificar de insospechada, en erigirse como representantes indiscutibles de los intereses insulares, de los intereses del pueblo de cada Isla. Esta función representativa insular, que han cumplido satisfactoriamente, los ha hecho convertirse en las instituciones españolas de gobierno local de más brillante ejecutoria y de mayor éxito en el desempeño de sus competencias. Sin ir más lejos, el Cabildo de Tenerife ha llegado a ser la tercera corporación local española en volumen presupuestario, detrás de los ayuntamientos de Madrid y Barcelona.

En reconocimiento a esa ejecutoria y ese éxito, los cabildos insulares están regulados y garantizados en la actual Constitución española; y ya lo fueron en la Constitución republicana de 1931, incluso con una técnica superior. También los respetó la dictadura franquista, a pesar de que contradecían sus principios administrativos de centralismo y uniformidad. En particular, durante el período franquista los cabildos entran en una nueva fase de su historia, caracterizada por una notable expansión política, por un incremento de sus atribuciones y por una ampliación de sus recursos económicos, que los convierten en instituciones poderosas, en centros neurálgicos de la vida política del Archipiélago y en promotores de las grandes inversiones en infraestructuras de comunicaciones, sanitarias, forestales o educativas. Por ejemplo, entre 1945 y 1960 el Cabildo grancanario, bajo la presidencia de Matías Vega Guerra, duplica su presupuesto y triplica su patrimonio. En cuanto al de Tenerife, llega a su plenitud en la década de 1960, coincidiendo con la presidencia de José Miguel Galván Bello.

El pueblo de cada Isla ha asumido a los cabildos insulares como necesarios y representativos, los ha interiorizado de tal manera, que parece que hayan existido siempre y no solo desde 1912, y es posible que hasta algunos lo crean así. De ahí que la configuración de la Comunidad Autónoma de Canarias y, en concreto, de la nueva Administración autonómica implicara tensiones y disfuncionalidades en relación a los Cabildos; que se propugnara la construcción de la autonomía a partir de la reunión de todos los cabildos en un Cabildo Mayor o General de Canarias, idea excelente que ha sido lamentablemente desaprovechada; y, por último, que la consideración de los cabildos insulares como instituciones de la Comunidad Autónoma no sea pacífica, mientras que su condición de corporaciones locales de gobierno, administración y representación de las Islas no comporta especiales problemas para nadie. Todo lo contrario.

A la vista de la transcendencia histórica para Canarias de los cabildos insulares, y también de su importancia singular dentro de la Administración local española (los consejos insulares de Baleares son muy diferentes en su naturaleza, competencias y funciones), cabría pensar que su centenario, a pesar de la crisis, sería objeto de una conmemoración al máximo nivel político acorde a estas transcendencia e importancia. Pero todo ha quedado en unos actos modestos y alguna publicación periodística, que, anegados en la actualidad informativa, apenas han llegado a la opinión pública. La habitual demagogia nacionalista, además, hizo que, por citar un caso, en el acto del Cabildo tinerfeño, olvidando que existe gracias a una ley española, no se tocara ni el himno nacional.

Parece que la gente que nos gobierna en Canarias concibe a los cabildos insulares simplemente como unos molestos competidores y una Administración rival de una Administración autonómica hipertrofiada e innecesaria, fuente de derroche y mala gestión. Una desmemoria centenaria que nos hace dudar de si el futuro de los cabildos está garantizado y libre de amenazas, es decir, nos hace dudar de si el futuro de las Islas Canarias está garantizado y libre de todas las amenazas.