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Por el momento, no> Alfonso González Jerez

Muchísima gente maldice, con especial intensidad desde el pasado viernes, el momento en el que el padre y la madre de don Mariano Rajoy se conocieron bíblicamente. De inmediato se han producido manifestaciones más o menos improvisadas en los alrededores del Congreso de los Diputados, de los ministerios, de las sedes del Partido Popular en muchas ciudades españolas. Las convocaban los funcionarios públicos, brutalmente agredidos por los nuevos recortes presupuestarios, que incluyen, entre otras medidas, la supresión de la paga extra de diciembre. Unos días antes la marcha minera llegaba a Madrid y era recibida entre aplausos y vítores y hasta lágrimas por muchos miles de personas. Tres días o cuatro días más tarde el ministro de Industria y Energía, José Manuel Soria, no los había recibido todavía. Y no lo hará. El señor Soria, como el resto de la tropa gubernamental, actúa como aquel sujeto que se vio obligado a asistir a una conferencia en contra de su voluntad. Cuando el orador tomó la palabra y preguntó: “¿Se me oye bien?”, el tipo respondió de inmediato: “Desde aquí, perfectamente, pero no se preocupe, que ya me cambio de lugar”. Y revive el recuerdo de las concentraciones del 15-M y se multiplican las críticas, las derogaciones, los improperios y la indignación por las redes sociales. ¿El Gobierno del PP ha traspasado las líneas rojas de la tolerancia ciudadana? ¿Está a punto de caer en una crisis de legitimidad aguda y definitiva? En realidad la pregunta que aletea entre nerviosa y expectante va todas las otras es muy sencilla: ¿Va a ocurrir algo que detenga todo esto o no?

Yo creo que, por el momento al menos, no. En un libro reciente (El despertar de la Historia) Alain Badiou, el penúltimo hegeliano vivo, más hegeliano que vivo ya lo recuerda atinadamente: “Nosotros los ancianos ya vivimos esto a finales de 1968. Hubo millones de manifestantes, de fábricas ocupadas, de lugares donde se celebraban asambleas permanentes, y entretanto Da Gaulle organizó elecciones que resultaron en una cámara de reaccionarios sin igual. Recuerdo que algunos de mis amigos decían estupefactos: ‘¡Pero si estábamos todos en la calle!’ Y yo les respondía: ‘No, en absoluto, no estábamos todos en la calle’. Porque por grande que sea una manifestación siempre es archiminoritaria. Su fuerza reside en la intensificación de la energía subjetiva y en la localización de su presencia”. Claro que existe una diferencia central: se vivía entonces, por muchas que fueran las dificultades, amenazas y quebrantos, el mayor momento de esplendor de la edad de oro del capitalismo del Welfare State. En la actualidad, en cambio, y sobre todo en los países del Sur de Europa, se padece la mayor recesión económica desde la posguerra mundial.

Un Gobierno derechista, de una derecha que aun está impregnada de valores nacionalcatólicos, centralistas, provincianos y covachuelistas, ha debido asumido una situación financiera casi catastrófica de la que es corresponsable a través de su gobierno ineficiente en numerosísimos ayuntamiento y comunidades autonómicas, pero que presenta como ominosa herencia de un Ejecutivo socialdemócrata. Expresado en los términos más elementales y sin examinar el origen de esta patología en la financiarización de la economía global y su relación con el negocio inmobiliario local: el Estado español se encuentra a un paso de la bancarrota. Los mercados financieros no están dispuestos a prestarle dinero. No están dispuestos a prestarlo, obviamente, porque no confían en poder recuperarlo por dos razones básicas. La primera, porque la deuda solo alcanza un horizonte fiable del pago a través del crecimiento económico y la acumulación de riqueza nacional, y las perspectivas de crecimiento de España son muy sombrías. Y segundo: una característica de la crisis española consiste en la interrelación entre deuda pública y deuda privada. Las entidades bancarias españolas acumulan más del 55% de los títulos de deuda pública; en Francia, por ejemplo, representa casi la mitad de ese porcentaje. Estado y banca, en España, se asemejan a dos boxeadores sonados que se apoyan mutuamente para no caer en la lona. La deuda privada acumulada es monstruosa y se eleva a más de 800.000 millones de euros: bancos, empresas, familias. Mariano Rajoy y sus mariachis, con la probable excepción de Luís de Guindos, retrasaron todo lo posible, por palurdismo autosatisfecho, por cálculo electoral, por miedo atroz a un desgaste político fulminante, tanto los recortes presupuestarios y los incrementos fiscales como la solicitud de un rescate de la banca a través de los mecanismos de crédito de la UE. Esta semana, definitivamente, se acabó el tiempo y Rajoy arrastró sus pies hasta el parlamento y explicó que la política había acabado y que se dedicaba, a partir de entonces, a aplicar las exigencias crediticias de la Unión y a desmontar sin tapujos el limitado Estado de Bienestar español. El Estado español se instala en una trampa: para recibir ayuda europea debe cumplir con las exigencias de control del déficit y el control del déficit, sometido a plazos terminantes, y galopando sobre una exasperada voracidad recaudatoria, solo produce más paro, y un empleo de peor calidad, cierres empresariales, elevada mortandad entre los autónomos y emprendedores y una erosión impresionante en la estructura productiva del país entero, por no hablar de sus efectos letales en los sistemas públicos educativos, sanitarios y asistenciales. Mientras tanto el PP desarrolla, aprovechando la coyuntura, una agenda política en perfecta sintonía con su identidad político-ideológica. En unos casos es una agenda activa, como las privatizaciones de servicios públicos o incluso la ya anunciada venta de Renfe; en otros, una agenda pasiva, como demuestra la renuncia a la supresión de las diputaciones provinciales, que en algunos casos saldrán reforzadas incluso al asumir competencias y funciones de los ayuntamientos de menos de 10.000 habitantes. Porque en las diputaciones provinciales tiene el PP incrustados miles de cargos públicos, parafuncionarios, asesores y asimilados que constituyen uno de los principales bastiones del neocaciquismo conservador en Galicia, Valencia o ambas Castillas.

La situación política y social se degradará en los próximos meses (y años) pero las alternativas de lucha para corregir esta situación parecen muy gaseosas, y no solo por la cantidad de productos lacrimógenos que empleará la policía en los tiempos venideros. En primer lugar: aun en esta situación el Gobierno seguirá contando con un apoyo social más que apreciable: gente que cree que la culpa de todo le sigue teniendo Rodríguez Zapatero; gente que cree que los funcionarios, como los sindicatos, son un hatajo de gandules, aunque su hermana sea administrativa y un primo suyo de la UGT; gente que adora la mano dura, aunque le estén partiendo la boca; gente para la que el Gobierno siempre tiene razón, hasta cuando no la tiene; gente que piensa que los alemanes quieren hundir a España, celosos de nuestro clima, nuestro tinto de verano y nuestra selección de fútbol. Créanme: son muchísima gente. España solo dispone de Constitución democrática hace treinta años y dejó morir a un dictador zarzuelero en la cama. Aquí, como en todas las que un día se consideraron democracias consolidadas, sigue funcionando perfectamente la producción simbólica como instrumento de dominación política e ideológica: desde los apoyos mediáticos públicos y privados hasta las retóricas y relatos del patriotismo, el populismo y al espíritu de sacrificio calcado del discurso religioso católico.

“El poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar la visión del mundo y, por ello, la acción sobre el mundo; poder casi mágico que permite obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza. El poder simbólico se define en y por una relación determinada entre los que ejercen el poder y los que lo sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y reproduce la creencia” (Pierre Bordieu). Incluso en una situación de hundimiento político o social, incluso si se hace mayoritariamente evidente que cualquier reformismo es inviable porque las estructuras de poder no admiten ninguna reforma, ya que la política se ha metamorfoseado descarnadamente en un poder vicario del capital, las previsibles revueltas se encontrarán con problemas de crecimiento y eficacia inmediatos. Los dos principales: no se ha encontrado como mecanismo político un sustituto eficaz y eficiente de la forma-partido; no se podrá revitalizar opciones de izquierda si no es por encima de las fronteras nacionales, galvanizando y organizando mayorías en Europa en defensa de los principios y sistemas democráticos y de los derechos cívicos y sociales.