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Talitha qumi > Carmelo J. Pérez Hernández

Durante mi época de seminario conviví con un compañero, buena persona, a quienes llamábamos el viudo, tal era su afición al color negro. Luego, ya sacerdotes, él sigue confundiéndose con las sombras de la noche en pleno día (solo en el sentido textil de la expresión) para sofoco de quienes le ven atraer sobre su negra indumentaria los impenitentes rayos del sol. Ya no lo llamamos viudo, porque se mosquearía y porque además no sería apropiado ahora que somos unos adultos. Supongo que es por eso.

Ya sé que hay mucho de cultural en esto de los colores, pero también es una cuestión de aprendizaje y de perspectivas. Ahora no hablo de mi compañero, sino del eterno luto en el que algunos reconocen que se les educó a la hora de vivir la fe. Y de la impertinente melancolía que aún hoy arrastran muchos creyentes.

Desolación, asechanza, miedo, tristeza, excesivo autocontrol, comedimiento… Gris, niebla, calima, uniformidad, líneas rectas… Todo me resulta poco para tratar de ilustrar cómo nos ven a menudo nuestros hermanos no creyentes y cómo somos en realidad, si hacemos un ejercicio de sinceridad. Ya se que quien generaliza se equivoca, pero de alguna manera hay que contarlo.

Por el contrario, las lecturas de la misa de hoy son un rotundo canto a la vida, un reflejo de la decidida apuesta de nuestro Dios por la alegría, la salud, el optimismo… Los colores, el riesgo, el esfuerzo, las tentativas, las sonrisas, las líneas de mil formas… Las palabras y los hechos de Jesús son hoy un golpe en la línea de flotación de quienes eligen aquello del valle de lágrimas como estandarte, y no como una expresión más de un aspecto concreto de la vida cristiana.

“Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del abismo sobre la tierra”. Y punto. Porque esto es palabra de nuestro Dios para los que creemos. Por eso, no hay réplica. No hay lugar para regodearse en la desgracia, para insistir en el aspecto más trágico de la vida, para poner los puntos siempre sobre las íes de la desolación. Un cristiano no puede ser así, por definición.

Somos hijos de un Dios que se conmueve ante el deseo de mejorar de una enferma que le toca el manto a hurtadillas convencida de que eso le sanará. Nos ha parido un Dios que no puede permitir que la muerte devore las entrañas de una niña que ya no respira.

Dios no hizo la muerte. Ni la gran muerte, ni las pequeñas muertes de cada día. Eso es cosa nuestra, es el resultado de nuestra imbécil tendencia a querer fabricarnos un mundo de espaldas al creador. No le echemos a él la culpa de nuestras desdichas solo porque sabemos que no alzará la voz para defenderse.

“Talitha qumi” (“Niña, a ti te digo: levántate”). Eso es lo que oiremos de la boca de nuestro Señor si ponemos bien la oreja. Levántate, pequeña Iglesia de Tenerife. Levántate, parroquia. Ponte en pie, hijo mío. La tierra, la vida, cada amanecer nos pertenece. No lo ahoguemos en el negro de nuestra mediocridad, que es la principal fuente de nuestras tristezas.

Ya lo se, esta tierra no es el cielo. Pero eso solo significa que la única añoranza permitida es la de ver cara a cara a nuestro Señor. Y semejante deseo, lejos de enturbiar nuestra sonrisa, la reviste de una serenidad que cambia el mundo.

@karmelojph