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Un asesinato> Alfonso González Jerez

El pasado domingo asesinaron a un hombre en el centro de Santa Cruz de Tenerife. Fue en la plaza de España. A esa hora -las nueve y media de la noche, aun con una temblorosa línea de luz en el horizonte- cientos de ciudadanos pasaban la tarde en la plaza y los paseos y calles próximas. Abuelos, jóvenes matrimonios con sus hijos, adolescentes en pequeños grupos, corredores que bufaban al empezar o terminar la tortura de la ruta anticolesterol. Al parecer -el hecho no es digno de mayores precisiones- un individuo se incorporó en un banco y se dirigió a un pelotón de jóvenes más o menos ociosos. Mediaron algunas palabras y un pibe le propinó un puñetazo. El agredido -un ciudadano italiano que frecuentaba el albergue municipal y que ocasionalmente trabajaba como guardacoches- cayó al suelo, sin sentido. Los jóvenes huyeron. Pocos minutos después llegó una ambulancia, pero el italiano ingresó ya cadáver en el hospital.

Por supuesto, no ocurre nada. Los niños sorben helados, los padres amenazan a los remolones que insisten en seguir jugando, los novietes se besan lentamente, los jubilados no renuncian a alimentar a las cochinas palomas. Y la insignificancia se prolonga en los medios de comunicación en los días siguientes. Intuyo que ya estamos casi preparados para el futuro. Por supuesto, se trata de casi un mendigo. Casi un indigente. Y extranjero. Probablemente sin familia conocida ni amigos íntimos en la ciudad. Pero no es un mal comienzo para embrutecernos como es debido. Ocurre aquí, en Santa Cruz, y no se trata de una turista a la que un psicópata le arranca la cabeza, por ejemplo, por esos sures enigmáticos. Es un asesinato -o si lo prefieren un homicidio- carente de cualquier elemento extravagante, de cualquier contexto que nos lo haga cómodamente ajeno, estrambótico, horroroso pero inofensivo. Es un crimen que se comete como quien tira una colilla a la calle o se rasca la cabeza en una esquina. Un crimen despreocupado, deliberado pero casual, plenamente moderno y digno de una ciudad moderna. Hasta cierto punto, un crimen fundacional. Aquí ya se mata entre pequeñas multitudes.

Entiendo que la carbonización de dos o tres mil hectáreas de monte a causa de un incendio muy posiblemente provocado es mucho más importante, llamativo, emocionante. La invisible vida de un sintecho no merece tanta atención. Está ahí, rellenando un hueco de nuestro mísero paisaje urbano, y después, en un segundo, ya no está. Visto y no visto. Limosneado y no limosneado. No lo echarán de menos los camareros, ni los heladeros, ni las hediondas palomas que cagan con tan hermosa saña sobre calles y estatuas. Pero para qué nos vamos a engañar. Sin los incendios tampoco se hablaría ni escribiría demasiado. El periodismo debería contestar esas preguntas, rellenar ese hueco antes de que se desdibuje la figura. Quién era, cómo llegó aquí, cual había sido su vida, cómo murió exactamente. Pero el periodismo hace siglos está esperando la pertinente nota de la Guardia Civil o la Policía Nacional dormitando sobre el ordenador. Lloramos por bosques calcinados mientras suena la grasienta ternura de Taburiente, y nos revolcamos ferozmente en la ceniza, pero el asesinato no interesa a nadie.

@AlfonsoGonzlezJ