Descubierto en un verano feliz de verbenas y serenatas, fue un icono de rebeldía, la pasión con poncho rojo, guardado en el fanal donde metemos los buenos recuerdos, los que nos acompañan en las horas buenas y nos aligeran las amargas. Chavela Vargas (1919-2012) hizo siempre lo que quiso y nadie la pudo persuadir de su último viaje en un precario estado de salud, agravado a la vuelta; ante un fallo multiorgánico rechazó todos los medios terapéuticos y paliativos tecnológicos y eligió una muerte natural, en Cuernavaca, platicando con el paisaje como años atrás lo hacía con el cerro Tepoxteco, en Morelos. “Yo sabía perfectamente bien cuáles eran los costos, y claro que valió la pena. Le dije adiós a Federico García Lorca, les dije adiós a mis amigos y le dije adiós a España. Y ahora vengo a morir a mi país”, dijo a quienes intentaron convencerla de que se internara y siguiera un severo tratamiento médico. Pero aquel ser de una pieza -“curtida en tequilas y balaceras”- que cantó por las calles hasta que la descubrió José Alfredo Jiménez no estaba hecha para jaulas, incluso las que le hubieran podido aliviar la salud. La más grande de las cantantes mexicanas -su nacimiento en Costa Rica “fue un accidente bonito”- tuvo un tardío reconocimiento nacional y un fulgurante éxito en la Europa Latina y, sobre todo, en una nación sometida a la dictadura y necesitada de aquel torrente de libertad y exceso, sin convenciones ni prejuicios, sin tapujos para sus flaquezas ni presunción de su estatura personal y artística. Treinta discos, en su mayoría personales y antologías latinoamericanas, duetos con grandes voces de varias generaciones (Negrete, Infante, Solís, Jiménez, Lola Beltrán, Juan Gabriel, Lucha Reyes, Rocío Dúrcal, Sabina), un Grammy latino y distinciones de gobiernos y universidades jalonan una carrera larga, tantas veces despedida como reanudada. En el desaparecido Florida Park del Retiro madrileño tuve la fortuna de contemplar, en 1970, una actuación; acompañaba al palmero José Mata, torero valiente y pulido que capotea, desde aquel año, por los cielos; entre canción y canción, un buche de tequila y un comentario ingenioso, libertario, útil en el tiempo de silencio y una complicidad con su magnífico guitarrista que seguía hasta sus suspiros; allí oí su Macorina, un danzón único e imprescindible en su repertorio, escrita a medias con Alfonso Camín, que rimó la pasión de cada palabra y el estribillo que, poco a poco y siguiendo su cadencia, coreaba el público, ajeno a los movimientos de la social que, salvo en la democracia, siguió a Chavela por donde fuera. La eternidad es el recuerdo y ella la tiene asegurada.
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