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Descrédito político, un incendio peligroso

El fuego, las llamas, el incendio, el olor a quemado, el gris de las cenizas y el sabor salado de muchas lágrimas se han convertido en este verano de calor desmesurado en protagonistas de una actualidad que ha sembrado la tristeza, el miedo e, incluso, la incredulidad en muchos canarios. A las consecuencias medioambientales y al horror de los vecinos de ver cómo arrasaban sus casas, terrenos o animales, se ha unido una tormenta política de reproches, declaraciones con acusaciones veladas de ineptitud y, sobre todo, de malas formas a la hora de entender el servicio público a los ciudadanos.

Una vez más, la retórica de las palabras para endosar medallas a los propios y errores a los ajenos ha vuelto a dejar en evidencia la enorme distancia, que cada día se acrecienta más, entre la mal llamada clase política y el resto del mundo. Mientras aún se recogían los escombros de un fuego devastador en Valle Gran Rey y operarios contra incendios contabilizaban más de 16 horas de trabajo en una jornada plagada de conatos y nervios, de los dirigentes políticos sólo se podía escuchar una retahíla de declaraciones poniendo en duda la labor de unos y otros. ¿No se dan cuenta de que eso no conduce a nada?, ¿que al canario de a pie no le interesa saber quién es más o menos en este disparate?, ¿que lo importante es poner medios y soluciones y no incendiar todavía más la vida política del Archipiélago?, ¿que el tiempo de los pleitos insulares huele a rancio?

Los primeros que deberían mantener la calma, el sosiego, y sí, aguantar críticas de la ciudadanía, justas o no, son ellos. Deben entender que en momentos duros, desesperados, los políticos están para dar un paso al frente, para liderar y asumir los errores -insistimos, reales o no- porque, en parte, para eso están, para cuando la sinrazón de la desesperación ofusca a los demás ellos tomar las riendas del gobierno y de la autoridad con inteligencia y la mayor objetividad. El liderazgo parece haber cambiado de concepción; ahora es más líder aquel que grita más alto “mi gente tiene razón” y tirarse al monte del populismo y la demagogia. Y no. Encabezar a una sociedad es servir de guía, no ir detrás de los acontecimientos y su inmediatez.

En aras de ese más que dudoso rédito político, se han estado llevando por delante durante días la profesionalidad de centenares de personas que, equivocadas o no, han tratado de paliar el desastre, a veces incontrolado, del fuego en los montes de las Islas. Muchos -demasiados- representantes públicos están participando de esta especie de caza de brujas, cuando, probablemente, nadie sea culpable de nada. Exigimos al que apaga el fuego que sea infalible, que salve casas, fincas, pinares y zarzas; que lo impida todo de manera eficaz, rápida, sin dudas ni contemplaciones, como si eso fuera posible. Como si la perfección que cada individuo no puede alcanzar se dé por sentada en quienes se enfrentan a las llamas. Y eso es claramente injusto. El listón se establece a tanta altura que es normal la frustración, un sentimiento que se acrecienta cuando esos que se juegan la vida observan en sus superiores una preocupación mayor en el titular que en el cuerpo del texto; esto es, más pendientes de su realidad partidista que de lo que es realmente importante: apagar el incendio, y no sólo el que genera el fuego.

Más allá de los daños paisajísticos y económicos, ecosistemas sociales como los que se dan en La Gomera -o en El Hierro con el caso del volcán- pueden verse afectados durante años por un desastre de estas características. La dependencia turística, la necesidad de (más) ayudas y la alteración de un modo de vida hacen que las perspectivas de futuro en estos territorios se unan a la crisis y sean poco halagüeñas. Y nadie habla de ello.
El debate es tan extravagante en algunos casos que causa sonrojo. Se habla de la necesidad de bases de hidroaviones; de que no se limpia el monte; de por qué se sube o baja de nivel; de que si tú me dices ven bien, si no, no; que si nosotros pusimos estos recursos y tú menos. Absurdo. Sobre todo, porque para todas esas cuestiones hay respuestas técnicas, con fundamentos, con variables, con recomendaciones de los profesionales, pero es tal el aullido que esas soluciones quedan diluidas. Como tantas otras cosas en esta tierra cainita, hasta en el desastre resulta más importante resaltar lo que nos separa que lo que nos une.

Acabado el verano, llegado el otoño, cuando el fuego dé paso a otros problemas la lucha política será otra. El monte seguirá esperando soluciones y la ceniza será arrastrada por las lluvias; sin embargo, lo que nuestros mandatarios no se han planteado es que, con su actitud, habrán inoculado en muchos canarios otra cepa más del virus ya extendido de no creer en la política y sus representantes; y eso, al cabo, es más grave y peligroso que tener más o menos culpas en un desastre. Si no, al tiempo.