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El peligro de dar ejemplo

El asalto a un supermercado por un grupo de sindicalistas y el alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo, como catalizador mediático se ha convertido esta semana en el germen de un debate nada baladí. El hecho de que la justificación de este acto sea repartir, cual Robin Hood, entre los más necesitados lo sustraído parece sacado de un folletín, de una parodia de ese esperpento con el que Valle Inclán retrató a España en sus obras de teatro. Al margen de la torpeza de la acción, -un delito que debe ser castigado en función de lo que dictan las leyes- no dejan de ser significativas las reacciones que ha provocado. De una parte se ha utilizado, cómo no, como estilete político para demonizar la ideología de los asaltantes y, por otro, se ha querido ver como una “llamada de atención” y un “ejemplo” de lo que puede ocurrir en nuestro entorno si se siguen aplicando las políticas de recortes de los últimos meses.

Sobre la primera cuestión es complicado no mostrar cierto hastío ante tanta trifulca política cuando lo verdaderamente importante es que los administradores de lo público, los representantes de los ciudadanos -la democracia es el mejor sistema ideado para hacer escuchar su voz- , se dediquen a buscar soluciones a los problemas y no a alimentar conflictos banales e inútiles. Sobre todo, porque tampoco se puede estigmatizar un modo de pensar o hacer política por un hecho aislado. Es más, la cacería al alcalde de Marinaleda no puede convertirse en excusa para su linchamiento mediático por muy en desacuerdo que se esté con él y su forma de proceder. Igualmente, para aquellos que lo excusan o defienden no se debe aplicar una sinrazón, incluso mayor, a la que ha mostrado el también diputado autonómico de Izquierda Unida.

Pero centrándonos en esos que, como él, se arrogan el derecho de mostrarse ante los demás como ejemplo, destacar que son un mal ejemplo porque si algo puede demostrar la sociedad española es que ha madurado, que se ha articulado a lo largo de los últimos 40 años como un sistema de relaciones humanas mucho más justo y que establece cortafuegos y garantías para que los derechos fundamentales de todos los ciudadanos no sean vulnerados. No necesitamos bandoleros en la serranía impartiendo justicia. Cierto es que se dan distorsiones, pero nadie puede dudar de enormes avances. Por eso, asaltar un supermercado para dárselo a los pobres no es solo tener una visión estrecha -incluso reaccionaria- de cómo debe funcionar un estado de derecho y libertades, sino que demuestra una ignorancia manifiesta de cómo es la sociedad por la que muchos han luchado. Por suerte, existen organizaciones benéficas y de solidaridad que salvaguardan a los más necesitados ante las dificultades extremas y, además, la responsabilidad social de nuestros gobiernos -léase ayuntamientos, diputaciones, cabildos, autonomías y la administración central- hace que se haya construido todo un sistema de garantías para que, en máximas irrenunciables, nadie se muera de hambre, que ningún niño quede sin escolarizar o no se le preste atención sanitaria a cualquier ciudadano. Es lo que llamamos estado de bienestar. Un modelo que igualmente se asienta en una conciencia social, que de no existir haría inviable la convivencia en momentos tan duros como los actuales. Y ahí es donde es legítimo articular todos los mecanismos posibles dentro del marco de la libertad que nos proporciona la democracia y, sobre todo, la sensatez para salvaguardar esos derechos y, también, deberes. Por eso, dar “un ejemplo” asaltando un supermercado resulta tan insultante como peligroso. Porque es cierto que el drama del paro sacude a Canarias y a España en general, que las dificultades son muchas, que el futuro se presenta incierto para los más jóvenes y que, probablemente, la generación de nuestros hijos vivirá peor que nosotros, pero dar saltos hacia el hurto con justificaciones trasnochadas no lo solucionará. Esa llamada a la “acción del pueblo”, como eufemísticamente se ha considerado el asalto, acrecentaría el cainismo, la desconfianza en el otro y, por qué callarlo, la inseguridad en nuestras calles. Salir de la crisis no es solo cuestión de los políticos, también está en cada uno de nosotros, por lo que apoyamos la denuncia de lo injusto o que no caigan en el olvido las desigualdades, pero sin violentar otros derechos.

El gran actor argentino Ricardo Darín ofrecía esta semana una entrevista con motivo del estreno de su última película, Elefante blanco, que recoge las peripecias de un sacerdote en uno de los barrios más pobres de Buenos Aires y de Sudamérica, y a la pregunta de qué le sugiere la palabra crisis no dudó en contestar: “Oportunidad y cambio”. Es otra visión, optimista y aleccionadora, sin duda, y lo que está claro es que esos cambios y los nuevos retos que debemos afrontar no llegarán si tomamos de modelo el estilo de los hunos de Atila camino a Roma. Por suerte, hay otras vías, otras presas para atajar tanta desilusión y preocupación. Si en esos sentimientos florece la ira y la violencia entonces sí que corremos un verdadero peligro como sociedad. Y no será la primera vez en nuestra historia reciente; ni en la de España ni en la de Europa.