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Marilyn Monroe > Luis Ortega

Por estas fechas -falleció el 5 de agosto de 1962- el pabellón de nichos del Westwood Memoril Cementery de Los Angeles, donde reposa, desbordan de rosas amarillas y colas de admiradores de todas las edades desfilan ante su lápida de mármol blanco que sólo refiere su nombre y las fechas de nacimiento (1926) y muerte, cuando fue descubierta y la policía cerró su caso por la vía rápida como “suicidio por sobredosis de barbitúricos”. La fascinación que despertó la rubia más famosa del cine se mantiene intacta y, en torno a “su ingenuidad y personalidad inestable”, las causas alegadas por el escritor Arthur Miller en el proceso de divorcio, se ha creado una leyenda sin precedentes y, a la vez, una fuente inagotable de dinero para los autores respetables y los escribidores de medio pelo que relatan o fabulan una existencia famosa y desgraciada. Los enterramientos colindantes al suyo se han pagado al precio de los grandes apartamentos de la Gran Manzana y sus películas -buenas, malas y regulares- cubren horas de programación en los canales televisivos de los Estados Unidos y del mundo; y, con el cada vez más recortado ritual cinematográfico, se pasan por los locales de culto que quedan en las ciudades que se precian. Los caballeros las prefieren rubias (1953) fue el aldabonazo a la fama, un elemento de popularidad que reflejó Play Boy en su primera portada y que popularizó sus curvas vertiginosas, sus rasgos sensuales y, sobre todo, su mirada única, descarada y tierna, que algunos autores atribuyen a su miopía. Frente a la opinión simplista que basaba en su belleza todos sus méritos, sus contados amigos -“Nadie sabe la soledad que sufren los famosos”, dijo en una ocasión- destacan sus inquietudes culturales, su pasión por la literatura, que la llevaron a una boda tortuosa y fugaz (se divorciaron en 1951) con el dramaturgo más notable de Norteamérica. Monroe mostró curiosidad por todas las artes, frecuentó la relación con los plásticos determinantes del siglo XX, cuando Nueva York desplazó a París en la capitalidad de la estética y su popularidad, acompañada de cierta fama de mujer fatal, alcanzó su plenitud cuando, con gran escándalo de los opositores republicanos y de los círculos puritanos de un país de buenas formas y doble moral, cantó el Happy Birthday, Mr. President el 29 de mayo de 1962; 68 días después, su trágico final recorrió el mundo ilustrado por su belleza irrepetible y con incógnitas que, lejos de aclararse, crecen con los años.