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El volcán misterioso de Colón y otras andanzas eruptivas

FÉLIX MORALES | Santa Cruz de Tenerife

Cristobal Colón
Cristobal Colón. / DA

Una noche del verano de 1492, de camino al Nuevo Mundo, Cristóbal Colón fue testigo de una erupción en el archipiélago canario, cuya identificación, cinco siglos después, sigue intrigando a la comunidad científica. Mientras navegaban entre La Gomera y Gran Canaria, el almirante y su tripulación divisaron en la isla de Tenerife “tanto fuego del pico de la sierra que (…) es una de las altas que se saben del mundo, que fue causa de gran maravilla”, según dejó escrito en sus Diarios de a bordo.

Este es el único apunte que deja el famoso navegante sobre el episodio volcánico, contemplado durante el periplo y estancia de casi un mes de la Santa María, la Niña y la Pinta en las Canarias. Aquí fueron puestas a punto y aprovisionadas de víveres antes de adentrarse en la hasta entonces desconocida ruta marítima entre Europa y el continente americano.

La interpretación de este escueto pasaje colombino siempre ha generado controversia entre los estudiosos del volcanismo canario. Partiendo de la base de que el pico que cita Colón era el Teide, techo de la isla y uno de los volcanes más espectaculares del planeta, extrañaba que un episodio eruptivo en su cima hubiese pasado inadvertido para otras plumas de la época, máxime cuando por ese año cinco de las siete islas ya se hallaban bajo dominio castellano (excepto Tenerife y La Palma).

El misterio pareció quedar resuelto en 2007, cuando un grupo de investigadores liderados por el geólogo y experto en volcanismo Juan Carlos Carracedo publicó un artículo en el que se identificaba dicha erupción. Y, en efecto, no se trataba de El Teide, sino de un volcán más modesto situado en la dorsal noroeste de la isla: el volcán Boca Cangrejo.

Llegaron a esta conclusión mediante técnicas radiométricas por Carbono 14, que dieron como resultado que los materiales con presencia de carbono hallados entre las lavas de este cono volcánico habían emergido a la superficie entre 1430 y 1660. Puesto que en ese intervalo de 230 años no se había documentado ninguna otra erupción en Tenerife, aquí estaba la solución al enigma.

Sin embargo, todo vuelve a estar en el aire. La doctora Carmen Romero Ruiz, profesora de la Universidad de La Laguna y especialista en geomorfología volcánica, asegura haber hallado una referencia documental hasta ahora desconocida, procedente de una “fuente fidedigna del siglo XVIII, que habla textualmente de la primera erupción volcánica producida en Tenerife después de la conquista de la isla” y que, sobre todo, “especifica por dónde corrieron las coladas lávicas, las cuales coinciden con la erupción de Boca Cangrejo”, apunta.

La deducción es simple: si Boca Cangrejo entró en erupción ya conquistada la isla (empresa que culmina en 1496), entonces no pudo ser el fuego de la sierra que viera Cristóbal Colón. Además, la datación realizada por Carracedo para este pequeño volcán tiene una horquilla temporal que casa con los nuevos los datos aportados por la investigadora Romero, quien señala que, en todo caso, la realización de nuevas dataciones del terreno corroborará una u otra hipótesis.

Y si singular es la historia inacabada de esta erupción esquiva relatada por Colón, no lo es menos la hoy aceptada como la primera manifestación eruptiva de Canarias con soporte documental, acontecida entre 1430 y 1440 en el volcán Tacande de la isla de La Palma. Pues fue una filóloga, María Rosa Alonso —figura intelectual canaria del siglo XX—, quien, al calor de un debate literario, puso lugar y fecha a esta erupción hasta entonces inadvertida por los científicos.

Mapa antiguo de origén francés de Tenerife
Mapa antiguo de origén francés de Tenerife. / DA

Este descubrimiento por la vía de las letras tiene como protagonista a un joven sevillano llamado Guillén Peraza (cuyo padre ostentaba los derechos de conquista de las islas aún no ganadas por las huestes castellanas), quien en 1447 comandó una incursión bélica a La Palma. Planteado el embate, los españoles se vieron sobrepasados por el conocimiento indígena del terreno y, mientras se batían en retirada, una pedrada del bando palmero mató a Guillén.

Tal luctuoso suceso para las filas conquistadoras fue llevado al verso por una pluma anónima, mediante unas sencillas pero hondas endechas (cantos de lamento): “Llorad las damas, si Dios os vala: / Guillén Peraza quedó en La Palma / la flor marchita de la su cara. / No eres palma, eres retama, / eres ciprés de triste rama; / eres desdicha, desdicha mala. / Tus campos rompan tristes volcanes, / no vean placeres sino pesares; / cubran tus flores los arenales. / Guillén Peraza, Guillén Peraza, / ¿dó está tu escudo?, ¿dó está tu lanza? / Todo lo acaba la malandanza”.

Esta elegía, que ha sido objeto de atención de eminentes estudiosos de la lengua española, deja entrever una maldición a la isla palmera, a la que su autor desea ver sometida por los volcanes. Su fecha de composición suscitó un apasionado debate en 1949 entre María Rosa Alonso y un científico de la época. Defendía ella que, por sus características lingüísticas, hubo de ser escrita necesariamente en el mismo siglo en que murió el mozo Guillén; replicaba su oponente que fue una invención o recreación posterior del cronista que las divulgó muchos años después.

Con tal rigor se tomó la filóloga la defensa de que este “diamante poético es una de las más delicadas producciones de la poesía española del siglo XV” que, a su análisis literario, añadió un estudio documental intachable, para demostrar que el misterioso autor del poema, con su concreta maldición volcánica, «conocía la llaga donde ponía el dedo». Su investigación concluyó que, al contrario de lo pensado hasta el momento, hubo un episodio eruptivo pocos años antes de la muerte de Guillén. Y le pone nombre y apellidos: el volcán Tacande, en Cumbre Vieja.

Esta inesperada tesis esgrimida por una literata fue objeto de discusión en el seno de la comunidad científica en los años sucesivos, hasta ser finalmente corroborada en 1982, cuando, mediante técnicas radiométricas por Carbono 14, las lavas del Tacande fueron datadas, en efecto, en el siglo XV. De este peculiar modo se incorporó al corpus del conocimiento científico el primer episodio del volcanismo histórico canario.

El valor de los documentos históricos supera, no obstante, el hecho de ayudar a identificar y datar los diferentes episodios eruptivos, como en este caso. También generan una especie de memoria volcánica aportando datos que de otro modo no conoceríamos respecto al desarrollo de cada uno de ellos, como la sismicidad previa sentida por la población, los fenómenos eruptivos observados, los daños generados o la existencia de víctimas, así como la actitud de la población o el proceder de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas.

Paradigma de este último aspecto es la erupción histórica de mayor envergadura acontecida en Canarias, que tuvo lugar en Lanzarote a partir del 1 de septiembre de 1730 y que se prolongó durante algo más de cinco años. En ese periodo se formó una treintena de conos volcánicos a lo largo de una gran fractura casi rectilínea de alrededor de 13 kilómetros, incluyendo manifestaciones submarinas.

Las lavas y materiales arrojados por los volcanes cubrieron casi un tercio de la superficie insular, sepultando aldeas, campos de cultivos y tierras de pasto, lo cual provocó una reconfiguración de buena parte del relieve y de la estructura socio-económica de la isla.

Sobre este intenso fenómeno volcánico se conserva documentación de gran valor, especialmente reveladora acerca de la reacción de habitantes y de autoridades de dentro y fuera de Canarias. Así, se sabe que el entonces Regente del archipiélago, desde Gran Canaria y en contacto directo con la propia Corona de Castilla, dirigió vía epistolar un gabinete de crisis ante la situación de emergencia planteada. Y por razones que hoy podrían calificarse de interés nacional, impuso a sus temerosos súbditos de Lanzarote el cumplimiento de numerosas disposiciones, con un objetivo principal: evitar el despoblamiento de la isla.
Para aplacar las ansias de los lanzaroteños de poner tierra de por medio, ordena de forma tajante: «baxo graves penas, no permitan que algunas de las familias de ella [de la isla] se embarque en puerto o caleta para pasar a otras», que «se de la misma orden, baxo las mismas penas, a los maestres y patrones de barco», «que no se permita con ningun pretexto, ni motivo, sacar granos de ninguna especie, aunque sean de personas y jurisdicciones privilegiadas hasta nueva orden», «a los pobres alimentarles a quenta del real erario», «no se despachen execuciones» y «no se decreten prisiones por deudas ni delictos no graves». También indica cómo reforzar la vigilancia en las fortalezas insulares y salvaguardar las cosechas de granos, esenciales para su manutención.

El eje fundamental en torno al que giran las intensas comunicaciones oficiales conservadas sobre este fenómeno volcánico es, sin duda, el valor geoestratégico de Canarias, como cabeza de puente entre Europa y América. Ello se explicita en algunas de las órdenes cursadas, como en la que se advierte literalmente de la imperiosa necesidad de llevar a efecto todo lo dispuesto por el interés de “esta Corona en la conservación de una isla, y un puerto, precisos indispensablemente para la seguridad de las otras, y del paso y vuelta de nuestras armadas para la America y España”.

Sugerentes lecturas socio-políticas aparte, las fuentes documentales conservadas sobre acontecimientos eruptivos permiten alcanzar conclusiones muy útiles a la comunidad científica. En el caso de Canarias, su estudio ayuda a establecer unas pautas comunes características del volcanismo más reciente, que podrían resumirse, a juicio de la doctora Romero Ruiz, en manifestaciones normalmente precedidas de crisis sísmicas notables, con erupciones de tipo fisural mediante bocas alineadas a distancias variables y, en general, de comportamiento estromboliano, es decir, con bajo índice de explosividad.

No obstante, puntualiza, también se han documentado episodios más violentos, debido, entre otros factores, a un contacto eficaz entre el magma y el agua o a la existencia de fases explosivas más acentuadas.

El conocimiento resultante de toda esta labor investigadora permite esbozar de forma más certera el riesgo potencial de futuras erupciones y, en consecuencia, establecer medidas de protección social más eficaces. Por eso, para este conjunto de islas oceánicas emergidas por el fragor de la naturaleza, es de suma trascendencia seguir el rastro dejado por los volcanes entre las páginas de su pasado, sea en una epístola amenazante, en unos versos plañideros o en el diario de a bordo de uno de uno de los navegantes más afamados de la historia universal.