Sin complejos >

Con la precisión de un reloj suizo – Por Fernando Fernández

Hasta ahora mismo, cuando escribo, he tenido a gala que en más de medio siglo nunca había sido sancionado por infracción alguna, incluidas las multas de tráfico que al parecer son las más frecuentes. He tenido suerte porque en materia de tráfico he cometido alguna infracción, pero lo cierto es que nunca fui multado por ello. Soy de esos de los que se dice que le gusta pisar el acelerador y durante algún tiempo conduje sin permiso de conducir. Es verdad que ocurrió hace muchos años, más de medio siglo, pero entonces eso eran cosas que en La Palma, mi isla natal, se podía hacer sin graves consecuencias. Apenas había coches, aún no habían llegado los primeros motoristas de tráfico, que era como se les conocía, y la guardia civil dedicaba su atención a otros menesteres.

Aprendí a conducir casi al mismo tiempo que daba los primeros pasos y el primer volante que tuve entre mis manos fue el de un Buick descapotable de mi abuelo, matricula TF 711, del que recuerdo su capó de una longitud enorme, una tapicería de cuero y unos niquelados impecables, siempre relucientes. Es verdad que nunca lo conduje solo, siempre iba sentado sobre las rodillas de alguien que venía a ser algo así como mi copiloto, que accionaba los pedales del freno y del acelerador, pues yo no alcanzaba a ellos con las cortas piernas de un niño. Algo después ya lo hacía yo solo, conduciendo un Austin de mi padre, matrícula TF 5054. Y así durante algún tiempo hasta alcanzar la edad de 18 años, cuando obtuve mi licencia mientras iniciaba mis estudios universitarios, en Cádiz. Y así hasta hoy, que acabo de recibir la notificación de mi primera sanción de tráfico.

Pero no es una sanción cualquiera. Verán. En el pasado junio alquilé en el aeropuerto de Zúrich un coche sin chófer, algo que suelo hacer casi cada año, para asistir a una convención de radioaficionados que se celebra a pocos kilómetros de allí, en la orilla alemana del norte del Lago Constanza. Es una zona que conozco bien y por la que he conducido tal vez miles de kilómetros, adentrándome por el oeste hasta la vecina Austria o hacia el norte, para visitar algunas ciudades emblemáticas de Baviera. En junio, en los aledaños de la ciudad de Constanza tuve que dar un par de vueltas, la carretera estaba en obras y no acerté a tomar el carril correcto para cruzar la frontera y volver a Suiza. En un momento determinado, fui advertido por uno de los hijos que me acompañaban, que algo había hecho mal porque vio el destello del flash de un coche de la policía, esos que nunca anuncian una buena noticia. Lo había olvidado hasta esta mañana que el correo me ha traído una carta remitida por la kantonpolizei de no se que localidad suiza. En ella, muy correctamente, me informan que he sido sancionado con 40 francos suizos y se detalla con toda precisión el motivo y el lugar de mi infracción. Y después de una serie de requisitorias e invocaciones a las leyes federales suizas, concluyen informando que el motivo de mi sanción es haber excedido en dos kilómetros, si he escrito bien, dos kilómetros, el límite de velocidad de 50 kilómetros/hora, establecido en aquel punto kilométrico. Así que me he apresurado a llamar a mi banco para que sin tardanza trasfieran a la cuenta y banco indicados, los 40 francos suizos con los que he sido multado por superar en dos kilómetros el límite de velocidad permitida. Y créanme, lo he hecho sin fastidio alguno, más bien con la sana envidia que me produce saber que todavía hay países en los que las cosas funcionan como Dios manda. Al menos en Suiza.