El escenario está casi completo. Las nacionalidades históricas, como era previsible, han elevado la tensión del discurso separatista. En Cataluña ya no hay moderados que, sin negar el fin de la independencia, lo dilaten a un futuro por definir. En el País Vasco la mayoría independentista se acerca como un acorazado a las próximas urnas. Gracias a una clase política irresponsable, necia e inculta, que desprecia nuestra historia y se desprecia a sí misma, las instituciones han llevado su credibilidad hasta el fondo de las cloacas.
La aluminosis del escándalo, la manipulación y el sectarismo han degradado pilares estructurales del edificio de España, como la propia Monarquía o la Justicia. Los zombis del comunismo han salido de sus fosas para asaltar supermercados y predicar el expolio a las propiedades de los ricos o de los más afortunados (exceptuando a Cristiano Ronaldo porque está triste) porque la propiedad sólo existe según y como. La izquierda moderada pide meter a un banquero en la cárcel: cualquiera, porque son la peste y hay que dar ejemplo. La derecha liberal se abalanza por el abismo donde siempre ha terminado despeñándose, con políticas sociales regresivas, contaminando de conceptos religiosos la legislación civil y entregándose canibalismo. Muchas de las cosas que nos pasan hoy, pasaron hace ya setenta y cinco años en España. Entonces, como ahora, la sociedad estaba dividida en dos grandes facciones que se anulaban mutuamente. Entonces, como ahora, la política era un espectáculo de descalificaciones y violencia y las instituciones habían naufragado en la impotencia y la inepcia con la entusiasta colaboración militante de los medios de comunicación de masas. Entonces, como ahora, las nacionalidades históricas querían desarraigarse de un Estado fracasado y débil. Entonces, como ahora, la mansa y harta sociedad silenciosa rezaba por una salvación milagrosa, por la aparición de un mesías político, un cirujano con mano de hierro que extirpase de España tanta suciedad, tanta mediocridad, tanta confusión y desánimo. Y llegó, aunque en vez de un habilidoso cirujano fuese un experto carnicero.
El escenario está casi completo. Con nuevos actores pero viejos argumentos. La historia nos lleva siempre por los mismos meandros. La crisis ha demolido un Estado enfermo, agravando los síntomas de un sector público decidido a sobrevivir aunque sea a costa de devorar saturninamente a la propia sociedad que le alimenta. Lo que nos mata no es ser pobres, sino estúpidos. Enfermos terminales del enfrentamiento, el extremismo y la intolerancia.