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Robar la vida > Jorge Bethencourt

Una concejala de un pueblo graba un vídeo erótico para su pareja. Y un día se lo encuentra en la red. Malo. No es plan que la intimidad se exhiba de forma pública. Pero vivimos en el reino del todo vale. Y ahora, durante unos días -porque esos episodios no son más que la espuma de una ola efímera-, la pobre señora tendrá que soportar interminables debates sobre la violación de su privacidad, las repercusiones que debe o no tener sobre su vida pública, algunas burlas más o menos soeces sobre el contenido del vídeo y todo un amplio repertorio de astillas que hábilmente sacaremos del árbol de su pequeña desgracia.

En la sociedad de la web global rige una especie de ley de la selva. Cualquiera, aunque se trate de un personaje afectado por una deficiencia mental severa, ha sido investido del poder de desgarrar la vida privada de una persona. Los límites entre lo que pertenece al ámbito personal y al público han desaparecido barridos por un huracán de bits y de píxeles. Si el asunto tiene morbo, como es el caso de la concejala Olvido, los denominados medios de comunicación de masas, un mecanismo pavloviano que realmente se ha convertido en un sistema de transporte de basura que la irradia y la multiplica democráticamente, juegan el involuntario y mercantil papel de un amplificador que multiplica el daño causado en complicidad con el violador.

Hay gente que presenta su intimidad cada día en ese vertedero del ocio que se llama telerrealidad. Cobran por ello. Son expertos en el reciclado de los residuos sólidos de la inanidad. Su respetable trabajo ha colaborado en la idea de que no existe ningún derecho prevalente al derecho de la sociedad a conocer.

Aunque ese conocimiento sea de asuntos personales e íntimos que nada afectan o importan a esos millones de voraces consumidores de emociones fuertes que cada día esperan el sonido de las sintonías que anuncian la apertura de la espita por la que caerán nuevos trozos de carne en las fauces del monstruo global.

Ayer, cientos de miles de personas buscaban en las redes sociales el vídeo de la concejala. No es por su derecho a conocer. No es por su interés público. No es porque tenga trascendencia o, si me apuran, valor erótico. El mecanismo que dispara el interés es el morboso asunto de que se trata de un instante robado a la intimidad de una persona. Porque esto es lo que somos hoy, desgraciadamente. Espectadores. Voyeurs. Ladrones de vidas, aventuras y desgracias ajenas, hastiados de nuestras propias vidas.

@JLBethencourt