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Testimonios o el pie que cojea

POR RICARDO CAMPO

La gran mayoría de los relatos e historietas que conforman lo que se ha dado en llamar periodismo del misterio está compuesta por relatos de observaciones de apariencia extraña. Es decir, testimonios de experiencias personales o colectivas no aclaradas, borrosas y con una carga emotiva importante. El resto es pura literatura barata, creación del misteriodista de turno, invenciones y exageraciones con las que vender un producto prefabricado.

¿Podemos pensar que el testimonio es prueba válida de un suceso?; no. Desde finales del siglo XIX los psicólogos se dieron cuenta de que el testimonio no es perfecto, ni mucho menos. El contexto en el que tal circunstancia se hizo notoria fue el de los tribunales de justicia. Imagine el lector la cantidad de condenas injustas que se han producido por confiar en la palabra de un testigo presuntamente cualificado. O las equivocaciones en las ruedas de reconocimiento.

El testimonio es el producto final de un complicado proceso psicológico y social. En realidad, reconstruimos, con mayor o menos exactitud, lo que queda en nuestra memoria después de haber percibido un fenómeno. Pero también nuestras creencias previas a la ocurrencia en cuestión influyen, así como las actuales, las que albergamos en el momento de poner en palabras lo que recordamos haber visto. Nuestra memoria tiene tendencia a rellenar los huecos con tal de que el escenario tenga sentido, de tal forma que podemos llegar a pensar que el recuerdo es un reflejo verídico de un suceso cuando en realidad puede estar distorsionado hasta hacerlo irreconocible. Otro aspecto importante es el de los falsos recuerdos, sucesos soñados o vívidamente imaginados que creemos que ocurrieron realmente (la creencia en las abducciones por parte de alienígenas se compone de tales falsas memorias), cuando no directamente implantados por el experto en hipnosis de turno.

Nadie está libre de malinterpretar lo vivido, ninguna percepción es enteramente fiable. No hay testigos de elite (se trata de una farsa para dar crédito al gremio de los pilotos aeronáuticos cuando informan sobre apariciones de ovnis). Cualquier persona, sea carpintero, astrónomo, periodista o piloto militar puede ser incapaz, según las circunstancias, de identificar correctamente el planeta Venus (la reina de los ovnis) o una gran estrella fugaz.

Nuestro cerebro y nuestros ojos no son una cámara de vídeo: su origen evolutivo les imprimió un límite. Desde la visión física inicial (si la hubo), pasando por la fisiología y la psicología de la percepción, hasta el acto social de comunicar el recuerdo, lo que nos cuenta un testigo puede diferir mucho de lo experimentado en un momento dado. Esta enseñanza científica básica es tabú en el mundillo de los misterios comerciales, y, por ello, ignorada siempre.

Cuando un periodista finja asombro en la televisión o en la radio ante un relato sobre el monstruo del lago Ness, la aparición de un platillo volante, la conspiración más estúpida que quepa imaginar, las anécdotas al uso sobre casas encantadas y fantasmas y otras muchas cosas del más allá, ponga todo el escenario en cuarentena, camine unos pasos y mírelo desde otro ángulo, y tenga en cuenta que el testimonio humano no puede ser prueba científica nunca y que la retórica y el descaro hacen el resto para componer una historia apta para ser vendida como el descubrimiento del siglo, olvidado a las veinticuatro horas.