Hace algunos años, siempre que Ismael Serrano pasaba por Sevilla, compartían escenario. Ya era tradición. En medio del concierto, el cantautor madrileño hacía un descanso en su recital, presentaba a su amigo y abandonaba discretamente el protagonismo para que Alfonso del Valle tuviera su momento. Entonces se levantaba un hombre sentado entre el público. Era alto, flaco y desgarbado. Llevaba el pelo recogido en una coleta y tenía pinta de haber pasado muchas noches en bares. El lunes estuvo en Café Siete y sigue teniendo la misma pinta. A él le gusta definirse como un robinsón de los mares (bares) del sur (título de su nuevo disco). Lo es, pero también es una especie de Arístides Moreno andaluz.
Agudas y perspicaces, sus canciones son alegatos tan reivindicativos como humorísticos. Cautiva allí donde va. Y tiene amigos en todas partes. Si antes lo subían a él a los escenarios, ahora es al revés. En el concierto que ofreció el lunes en La Laguna contó con buenos acompañantes. Le cedió el micro a Rogelio Botanz -que tuvo tiempo de hablar de Antonio Cubillo, del amor por su isla y de la crisis catalana-, a la hija del miembro de Taller Canario y a Jesús Garriga. Al final, él tocó poco más, o poco menos, de una hora. Fue escaso, pero sus versos nos hicieron reír y nos recordaron que la canción de autor es más que melancolía cutre con una guitarra de fondo. Sus letras, a medio camino entre la reivindicación social y la carcajada -acompañadas de una copa de vino- te reconcilian con la vida.
Mi memoria -que cada vez es menos fiable- me cuenta que cuando este hombre empezó a recorrer escenarios, se dedicaba a vender billetes de tren detrás de una ventanilla de Renfe. Era la época de ir a La Carbonería, el ‘Libertad Ocho’ de Sevilla. Quién sabe a qué se dedicará hoy para poder mantener su vocación de cantautor. Lo que tiene claro es lo que canta: “Yo siempre fui de la bajeza / No es tan malo estar debajo / No sé por qué la gente monta tantos dramas”. Se nota que es un hombre de bares y que es un hombre feliz.