nombre y apellido >

Carlo Martini – Por Luis Ortega

Contra el orgullo romano y la resignación de los mitrados del sur, el arzobispado de Milán representa una referencia singular para el catolicismo. Recorrer el deambulatorio catedralicio, una fábrica en constante actividad y, sin duda, la más gótica -es decir: europea- de las seos italianas nos da memoria de los cardenales más polémicos e influyentes de esta península que, según nuestro protagonista, “sin ninguna razón que lo avale se cree dueña exclusiva de la Silla de Pedro”. Carlo María Martini (1927-2012) reposa junto a sus antecesores y sobre la lápida sencilla, sin presunciones heráldicas -no faltan flores ni oraciones-. Jesuita que llevó hasta sus últimas consecuencias el seguimiento de la doctrina conciliar, gozó del respeto de los intelectuales más sobresalientes de Europa y dedicó la mayoría de sus escritos a justificar los textos de los evangelistas canónicos. En el año 2008, durante unas inolvidables vacaciones, compré en Frascati su último libro (Los ejercicios de san Ignacio a la luz del Evangelio de san Mateo) y, por la amabilidad del librero, conseguí su dedicatoria. Lo leí a mi regreso, cuando eran conocidos sus males: un tumor con metástasis y públicos e inclementes sus enemigos; emérito de Milán, pasaba temporadas largas en Tierra Santa. En los premios Príncipe de Asturias -como todos estos certámenes, “una merienda de blancos, donde alguna vez se hace justicia”- marcó un hito curioso porque apoyado por nuestro paisano monseñor Yanes Álvarez -por ahora, el último progresista en la CEE- tuvo que ser su sucesor monseñor Rouco Varela el que, en el primer año del siglo XXI, le rindiera merecidos honores. Ordenado sacerdote en 1952, tuvo una fulgurante carrera académica y pastoral, unos criterios de independencia que le reportaron poderosos detractores y partidarios incondicionales, y gozó de la confianza de Pablo VI y Juan Pablo II, pese a la claridad y valentía de sus criterios, y el pontífice polaco le concedió el cardenalato en 2002. Fue una alternativa en la sucesión de Wojtyla pero, su enfermedad, su edad y el círculo cerrado de la curia lo impidieron. Su cercanía a la sociedad real le pintaron como un peligro para los integristas, en cuanto postuló una mayor colegialidad en el gobierno de la Iglesia, instó a una reflexión honesta sobre la estructura y acción de la autoridad, a una rigurosa investigación teológica sobre la sexualidad humana y al preterido papel de la mujer -con su alegato de acceso al diaconado- en la confesión católica. Una posibilidad de cambio de una institución que, muchas veces, parece haber olvidado la esperanza misma del Vaticano II.