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Correr – Por José David Santos

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El silencio de la respiración y del pulso acelerado; la sensación de saciar la sed; recorrer sendas y abrir caminos; pensar en casi nada; el peso, y en contradicción, la ligereza de los 38; olvidar lo viejo y, mientras no sufren las piernas, proyectar el futuro; recordar alguna canción; el sol en la cara; la tensión de los músculos cuando subes y la relajación cuando bajas; encontrarse con un caballo, gallinas, una vaca y media docena de perros (alguno con pinta de caballo); ver arar la tierra; dos saludos entre dientes de quien se considera aún hombre de campo; la invitación a un traguito de agua; perderse al salirse del camino; tropezar al escalar; oler a tierra mojada; pisar un charco; descubrir dos paisajes desconocidos mirando al frente y, a la vuelta, sorprenderte otro aún más bello; sentirte cansado; apretar los dientes porque no quieres llegar a ningún sitio, pero llegar; los tenis, que ya son un guante, cargados de barro; observar que un sendero se acaba pero que al instante empieza otro; no poder dar un paso más, y darlo; la camisa pegada al cuerpo y, entre eucaliptos, notar cómo el sudor se enfría; valorar lo inexplicable de un esfuerzo sin meta; tratar de ser mejor que ayer; no competir contra otros, sino contra uno mismo; la soledad; la satisfacción de estar en el camino; la relajación bajo una ducha fría; varios rasguños y dolores; y mucho más. Haruki Murakami escribió un libro, De qué hablo cuando hablo de correr, en el que trataba de expresar el significado e importancia que para él tiene calzarse unas zapatillas y gastar kilómetros. Hoy -ayer- salí a correr. Pues eso.

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