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Otra Historia

Mapa del periplo. | DA

FÁTIMA HERNÁNDEZ* | Madrid

Se había levantado temprano para dirigirse al puerto. Ese día estaba especialmente nervioso, le temblaban las manos, sudaba y el calor sofocante del ambiente le hizo recordar -por un momento- las tardes plácidas cuando allá en su isla (tan cerca, tan lejos al tiempo) la brisa marina le golpeaba con dulzura, aunque enérgica, su rostro de joven imberbe, de unos escasos tres lustros de vida. Salió a la calle y presuroso se dirigió al lugar -cerca del embarcadero- donde se había instalado la oficina de información. Mientras caminaba observó curioso cómo cargaban en la bodega del barco enormes fardos que contenían provisiones para una larga singladura. Tímido y algo ruborizado, preguntó a un marinero el contenido y éste le contestó entre risotadas… agujas de coser y cuentas para collares. Sus ganas por zarpar le hacían imaginar hazañas, soñar ambientes ignotos, conquistar hermosas mujeres, acumular riquezas… En un momento determinado se paró delante de un joven que, igual que él, contemplaba absorto la nave. Parecía que todos tenían el mismo objetivo, enrolarse pronto, quedaban pocos días para el acontecimiento.

El trajín en el muelle era incesante, hombres rudos, de miradas confusas, se mezclaban con oficiales de marina que de forma más pulcra y ordenaba parecían tener claro cuál era su objetivo, su misión. Se percató que el olor a salitre era intenso, casi embriagador, nostálgico, evocador. El ruido del mar golpeando contra el espigón era rítmico y pausado, el aire estaba calmo, sosegado, hoy será un día especial pensó. La brisa cálida de julio parecía traerle promesas de cambios, etapas nuevas quizás. Dobló la esquina y entró tranquilo y confiado en un viejo portal, al fondo se apreciaba una mesa de madera noble sobre la que escribía un anciano, que bien pudiera haber sido un curtido navegante, si no fuera porque una ancha cicatriz en el rostro y una protuberancia muy marcada sobre la espalda -quizás debido a una postura de repetición- indicaba que llevaba años dedicado a otros menesteres.

El joven casi a grandes zancadas se colocó en la fila de hombres -de toda edad y condición- que aguardaban acercarse al viejo caballero que, distraído, despachaba a muchos y se detenía algunos minutos con otros. Aprovechó y mitigó la espera recordando a su padre, ya fallecido, la penuria económica de su familia y cómo el poco dinero que podía dar a su madre Leticia y a sus hermanos, le había hecho pensar en el suicidio en varias ocasiones. Pero ahora todo era esperanzador… Respiró tranquilo y avanzó. Cuando se acercó, después de más tres horas que le parecieron lustros, pronunció su nombre. El anciano examinó una lista que sostenía entre sus manos enjutas. Sin mirarle y con voz cansina emitió un “no” que el muchacho intentó no entender.

Cuando ante la indiferencia de su interlocutor comprendió la realidad, rogó que lo admitiesen, casi a gritos, tanta era su desazón y desconcierto, pero el hombre ordenó -sin alterarse- que lo echasen de la habitación. ¡Fuera! gritó a la guardia. En la calle, rojo de ira y rabia, despeinado y apoyando su mano en el pecho (como si le doliera el alma), se dirigió a la taberna más próxima. Al entrar y antes de pedir algo para beber, el joven de piel nívea y rostro delicado… rompió a llorar amargamente. No tenía futuro, exclamó. El 1 de agosto de 1785, dos grandes naves (La Boussole y L’Astrolabe) con unos cuatrocientos tripulantes a bordo fueron acondicionadas con instrumentos, equipos y personal especializado (médicos, astrónomos, matemáticos, cartógrafos, geógrafos, dibujantes, botánicos y zoólogos) en la mayor expedición que saliera de Europa, de Francia, con muy variados objetivos, durante el reinado de Luis XVI.

El comandante en jefe era Jean François Galaup, conde de La Pérouse, (1741-1788?), uno de los navegantes galos, diríase mundiales, más notables que han existido, y que había recibido del propio Rey -conocido como el Desafortunado- la encomienda de recorrer numerosos enclaves, especialmente del Pacífico norte y sur, en un ambicioso proyecto de navegación planetaria. Después de pasar por Canarias y recorrer Brasil, Chile, Isla de Pascua, Alaska, Monterrey, Macao y Samoa donde los nativos mataron a pedradas a Fleuriot de Langle (comandante de la nave L’Astrolabe), y después de una estancia en Australia, para reponer fuerzas, zarparon de Sidney. Nunca se volvió a saber de ellos. Probablemente dicha expedición encalló contra arrecifes o bien sufrió los embates de un violento tifón, a juzgar por los restos hallados años más tarde en fondos cercanos a Vanikoro (islas Salomón).

Lo cierto es que la expedición, conocida como Expedición de La Pérouse, ha pasado a la Historia envuelta en el misterio. Mientras se preparaba la singladura que iba a durar tres años, el puerto de Brest (Francia), desde donde partieron, se convirtió en el lugar donde recalaban multitud de hombres, especialmente jóvenes ilusionados, que querían enrolarse para tener así una nueva vida, un futuro mejor en tierras ignotas y lejanas. Entre estos jóvenes se encontraba un mozuelo, de algo más de quince años, a la sazón recién nombrado Teniente de la Escuela Militar de París y que había nacido en Córcega. En la lista de solicitantes figuraba con el nombre de Napoleón Bonaparte. Fue rechazado sin explicaciones. Este hecho que él consideró dramático, cambió su historia, cambió la Historia de todos…

*Bióloga, conservadora marina del Museo de la Naturaleza y el Hombre del OAMC del
Cabildo de Tenerife