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Una bellísima orilla

Imagen de la costa amalfitana. | DA

FÁTIMA HERNÁNDEZ* | Santa Cruz de Tenerife

Me sorprendió, quizás por estar acostumbrada -sin saberlo, sin ser consciente- al coloso de mi tierra, el Teide, que domina el paisaje en cualquier rincón de la Isla. Por eso, lo esperaba más imponente, más altivo, más tenebroso, más amenazante, más… aterrador. Pero, al irme acercando poco a poco y comenzar a visualizarlo por la autopista, a mi costado izquierdo, entre la bruma matutina de un estío sofocante, perdió en gran medida el enigma que todo volcán manifiesta.

Más cerca, casi podía escuchar aún los gritos, los chillidos, los alaridos de la gente huyendo despavorida, cayendo unos sobre otros, empujándose, quemándose, asfixiándose, golpeándose, hiriéndose… junto a los rugidos implacables del gigante, aquel mediodía terrible de un agosto del año 79, cuando se despertó con bostezos inauditos del sueño tranquilo en que estaba sumido, no lejos de la costa Amalfitana, dulce, mediterránea y evocadora, que subyuga al visitante de tal forma que cualquier narración o recuerdo dramático sobre lo ocurrido queda olvidado al instante. Ya en Pompeya, con el rey vigilando desde arriba toda la bahía de Nápoles, recorrí las calzadas, los restos de las villas, el Foro otrora majestuoso y ahora callado, sí, antes bullicioso, cuando estaba pleno de sonidos y algarabías, de mujeres, de hombres, de patricios, de… esclavos. Me empapo con la belleza de los templos de Apolo, Júpiter y Vespasiano. Observo que aún la villa dolorida y herida a hierro candente conserva la atmósfera que tenía cuando el monstruo vomitó de sus entrañas cenizas, fuego, lava y terror, provocando una nube de hecatombe mortífera, que cogió desprevenidos a todos los que vivían ajenos al peligro que acechaba desde lo alto. Percibo todavía el frescor del interior de algunas de las ruinas visitadas, la extraña sensación en la Villa de los Misterios con frescos de peculiares dibujos difícilmente interpretables, no lejos de los lupanares que formaban parte de la vida bastante disoluta -como en el resto del Imperio- de pompeyanos y también de sus vecinos, los habitantes de la cercana Herculano.

Me alejo de Pompeya, con la intriga y el desasosiego impregnando mi cuerpo, y pongo rumbo hacia Nápoles, la ciudad glosada por Virgilio y que hasta 1860 (fecha de la unificación italiana) fue capital de reino. La encantadora plaza Bellini me adentra, me succiona hacia callejuelas con pequeñas y olorosas iglesias, bicicletas algo destartaladas y pizzerías atrayentes y me siento envuelta en melodías nostálgicas napolitanas, cantadas con arrobo por amantes desdeñados, que hablan de pasiones arrebatadas al tiempo y al espacio, mientras numerosos jovenzuelos imberbes intentan vender al acecho de los carabineros, excelentes falsificaciones de marcas conocidas, al igual que ocurre en el resto de las ciudades italianas.

El transbordador pone rumbo a Capri, la isla nostálgica, mítica, ensoñadora y glamurosa, donde emperadores como Tiberio, el déspota, degenerado y cruel dirigente, tenía una villa en su cima, dominando el territorio, y donde podía a su antojo dar rienda suelta a fechorías que cometía en su infranqueable Gruta, siempre enigmática y de un azul cegador… Capri invita a soñar, a recordar los años entrañables de mediados del siglo XX cuando era cita obligada de escritores, estrellas de cine y personajes legendarios que hacían del enclave el lugar donde refugiarse a sabiendas que allí siempre finalmente… los encontrarían y que aportaban la nota de magia a esta tierra, ya de por sí atractiva.

Subiendo en el funicular, ya arriba, la Piazzeta redonda, recóndita y angosta, muestra generosa una visión sobre los acantilados y antes del descenso, lento y pausado por las escaleras empinadas, recorro tranquila las callejuelas serpenteantes plenas de tiendas lujosas, inaccesibles a los bolsillos de la mayoría de los visitantes. Sin embargo, no me resisto a tomar limonchelo, el licor elaborado con jugosos cítricos de los campos de Sorrento, o admirar un sencillo y pequeño colgantito de coral, el delicado material del Tirreno que, arrebatado sin piedad e injustamente de su lecho vital y marino, viaja por toda Italia para exponer su naturaleza en trabajos de orfebrería exhibidos en numerosos puestos, como los del Puente Vecchio, allá en la vecina Florencia.

Mientras, los Farallones enhiestos, seguros y vigilantes emergen del fondo de unas aguas transparentes y llanas, como titanes custodios de los colores de la costa Amalfitana, impidiendo que el visitante se niegue a volver, en realidad quizás le incitan a no marcharse. Anochece sobre la Bahía, la tenue luz del Mediterráneo, suave y acogedora, invita a soñar, a cenar bajo los árboles, a perder la mirada más allá de la silueta costera e iluminada. A lo lejos, los pueblos de Positano y Amalfi intentan a diario -como tantos otros- encaramarse a los agrestes y hermosos acantilados de la zona, como queriendo adherirse con locura, con avidez, de forma desesperada, a una tierra que compite con el mar, azul y calmo, por atraer el amor hacia su paisaje que dicen los poetas…es uno de los más románticos, plácidos y anhelados del planeta, tanto… que hasta Parthenope, despechada por Ulises, lo eligió como destino para morir, eso sí, impuso una condición, que fuera acariciada de forma dulce y apasionada por sus bellísimas orillas.

*Conservadora marina del Museo de la Naturaleza y el Hombre