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Compasión – Perplejita Me Hallo

Atando cabos soy un hacha. Hace siete años, cuando desperté la mañana del día siguiente a la legalización del matrimonio homosexual, me di cuenta de que el sol estaba igual que el día anterior, el mar no era sangre, no había grietas hacia el infierno abriéndose bajo nuestros pies y la sensación que percibí entre la gente era que seguía con su vida y sus cosas. Y me dije “tate, esto va a ser que el mundo no se acaba”.

No pocas voces llevaban meses alertando de que aquello era el fin de la familia, de la civilización y del universo. Señores vestidos esperpénticamente, que además habían renunciado a formar una familia propia, vociferaban que todo tipo de calamidades vendrían a consecuencia de que los gais y las lesbianas pudieran casarse igual que los heterosexuales. Pero nada, oye. Ni un triste apocalipsillo que llevarse a la boca.

Esta semana, el Constitucional ha cercenado la última esperanza de toda esa pobre gente que quería imponer su homofobia, sancionando que el matrimonio homosexual tiene encaje en nuestra Carta Magna. Siete años albergando ilusiones, desparramando odio, invocando como autoridad a un tipo que se llama Aquilino Polaino (¡Aquilino Polaino! Ni Hanna Barbera en su momento más desatado), para nada. Siete años de esfuerzos para que un tribunal te diga que no, que vivas y dejes vivir. Qué disgusto para los homófobos, que también son personas.

Si se topa usted con un homófobo estos días, compadézcale, lo está pasando mal. Y ayúdele a salir del armario en el que muchos de ellos viven estúpidamente encerrados.