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Diego Velázquez> Por Luis Ortega

En la vida y la obra de Miguel Arocha -que se ha ganado sin duda el título de maestro- existe un lar, casi de la familia, que se llama Diego Velázquez (1599-1660), calificado en una prestigiosa revista sajona como uno de los hombres más inteligentes de la historia. No es gratuito que el genio sevillano fuera el protagonista de su tesis doctoral y la fuerza instigadora en las creaciones más elogiadas de nuestro amigo. Excelente pintor de caballete, artífice de bodegones de estirpe barroca, ajustados retratos y composiciones con figuras, en su última exposición rinde un espléndido homenaje de madurez al aposentador de Palacio de Felipe IV, tan entendido en el arte como ávido de los títulos de nobleza que demandó al Rey Planeta. En un diálogo entre ricos tejidos corporizados, elegantes atuendos con personajes elípticos, de una parte, y de la otra, desnudos de prodigiosa iluminación y audaces geometrías de fondo, que nos traen al espacio y tiempo presentes los sabios hallazgos del autor de Las Meninas, según observa con agudeza, “un autorretrato con grupo”.

Ahí están algunas de las excelsas comparsas, en sus posturas, con las carnaciones de nácar -una intuición mágica solo asequible a los grandes- y la proyección lumínica, que capta e integra al espectador en la realidad traducida. Tal día como hoy, 28 de noviembre, en 1659, el penúltimo monarca de los Austrias venció las resistencias de la Corte -nobles orgullosos que lo vieron como un mero artesano- y concedió la hidalguía que llevaba aparejada la Orden de Santiago a su fiel empleado. Tres años después, el halagado pintor dejó sobre el pecho de su sobrio jubón la cruz del apóstol, aunque no disfrutó mucho tiempo de su nuevo estado; apenas nueve meses pasaron para que, afectado de viruelas, falleciera en el tórrido agosto de Madrid. Después del reencuentro con su fiel público -los compañeros, los antiguos y actuales alumnos, intelectuales, amigos- donde mostró los gratos efectos de una madurez artística, Miguel Arocha tomará otros derroteros -la sorpresa es consustancial con el arte- pero, como parte intrínseca de su misma definición estética, aparecerán con signos de hoy, con guiños de complicidad con el calendario, los logros de un pionero que profetizó y abrió las puertas de la modernidad en el siglo XVII.