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Volver al campo – Francisco Pomares

José Joaquín Bethencourt, consejero de Agricultura y otras yerbas del Cabildo tinerfeño, ha recordado que Canarias importa el 92 por ciento de lo que come, lo que -a su juicio y creo que al de cualquiera- supone un peligroso nivel de dependencia y vulnerabilidad para las islas. El hecho es que la agricultura en las islas ha ido reduciendo su tasa de aportación al Producto Interior Bruto de tal manera que -a pesar de que la población que se dedica a la agricultura en las islas supone algo menos del tres por ciento del total- de cada cien euros del PIB sólo uno es aportado por las actividades agrarias.

Que además, no están hoy orientadas a la producción para el consumo interior sino a la exportación, a colocar productos subvencionados fuera de nuestro propio mercado.

A algunos les chocará la diferencia entre población empleada y aportación al PIB, pero es la tradicional en la agricultura, una actividad mal pagada y que genera escasas plusvalías. Para entender la sociología específica que está detrás de la alta dependencia de las islas, es más significativo el dato sobre creciente abandono de cultivos: en Tenerife, por ejemplo, con la quinta parte de la isla destinada a superficie agrícola, hoy están baldíos más de la mitad de los terrenos.

Se ha dicho hasta la saciedad que este momento de crisis sería un buen momento para plantear un regreso de trabajadores jóvenes a la agricultura, un sector donde el autoempleo puede ofrecer salidas al drama personal de mucha gente sin trabajo. Gente vinculada familiarmente al campo, y que lo abandonó en la última generación, porque la renta agraria no resulta atractiva frente a la de sectores como la construcción, el turismo o el comercio.

Pero las vacas gordas se acabaron y hoy hay espacio para una mirada distinta a la actividad agraria. No es posible cambiar nuestra dependencia alimentaria tercermundista de la noche a la mañana, que nadie espere milagros en el corto plazo.

Pero sí hay muchas pequeñas cosas que se pueden hacer: desde impulsar la actividad de los mercadillos, hasta regular el consumo de alimentos locales y de temporada, pasando por perseguir las prácticas de dumping.

Seguimos gastando una fortuna en inútiles campañas del Gobierno, destinadas tan sólo al autobombo: reprogramar esos recursos para educar en el consumo de productos locales es otra opción. Reducir un dos o un tres por ciento anual la dependencia de los productos de fuera, e invertir con ello la tendencia al abandono del campo, ya sería un enorme éxito.