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Al filo – Por Jorge Bethencourt

Como una extraña ironía, los que acceden a los honores de la representación popular ya no visten una toga cándida, sino una palabra nacida en esa fuente: candidato. Los nombres que los ciudadanos libres escriben en un trozo de arcilla y arrojan en la urna acaban impresos en citaciones y titulares. Ya no hay sino sombras de duda y escándalos que en un vértigo turbulento arrastran nombres e ignominias que odiamos y olvidamos a la misma velocidad.

Afectada por la aluminosis mediática, porque la carne es débil, la política intenta encontrar su legitimidad moral en sintonizar con los gritos del pueblo. No hay nada mejor, ni más peligroso, que cabalgar a lomos de las pasiones y los titulares de prensa para los que parecen gobernar hoy casi todos los dirigentes. Cambiar las leyes al calor de las iras de moda es una cataplasma suicida para los malos gobiernos.

La política, antaño, fue una herramienta para cambiar el mundo y transformarlo en un lugar más justo. Pero todo eso es mentira. La política, cuando estaba habitada por las mentes más lúcidas que dio la sociedad española de hace dos siglos, fue el escenario de una ciénaga. Cuando España cayó en la ruina económica, aterrizó en la bancarrota moral. Y terminó echando un rey e instaurando un gobierno de soñadores rodeados de irresponsables y radicales. Y como venía siendo habitual en toda su historia (los excrementos atraen las moscas y los fracasos sociales a los salvadores) llegó un general que prometía devolvernos a la corona.

El general nos salió rana y, en vez de traer a un rey, que había sido la conducta habitual de los dictadores, decidió quedarse una temporada. Casi cuarenta años. Un suspiro. Hizo pantanos. Carreteras. Puso orden y mató. Pero al final, fiel a las costumbres de todos sus antecesores, decidió traer la monarquía.

Muerto el perro se acabó la rabia. Llegó la transición. Vino la libertad. España se llenó de demócratas de toda la vida. Han pasado poco más de treinta años. Y mira por dónde esta vez el país no se desgarra por las sucesiones a la monarquía. No se sacude por la violencia terrorista. Esta vez, hundida en una crisis que devora la esperanza de las familias, se destroza por las tensiones separatistas de los viejos nacionalismos y el irreductible centralismo españolista opuesto a todos los demás periféricos. Se muere en los juzgados, en los titulares, en los parlamentos. Se muere por cualquier esquina, enferma de sus viejas mezquindades. Se muere llena de las penas que exagera, a falta de las glorias que olvida.

España languidece hoy por la falta de moderación, de responsabilidad y de sensatez. Es decir, por lo de siempre. Para el cuadro de toda la vida solo falta el personaje que venga a salvarnos de nosotros mismos.

@JLBethencourt