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Cielo rojo – Por Domingo-Luis Hernández

Mi abuela decía que el mundo es mundo”, comentó; “y que a unos les da y a otros les quita”. No podía oponer a su quebranto palabras distintas; no cabía someter su anhelo a pormenores más o menos ideológicos; por ejemplo, afirmar que es una infamia que quienes nos gobiernan asuman como principio salvar el sistema financiero que nos asfixia, argumentar que solo caben rebajas de sueldo, despidan a millares de empleados de la banca (como si ellos fueran los responsables de la crisis y no sus dueños), que se solacen con recortes y más recortes, impuestos y más impuestos, todo eso en vez de proteger (como cualquier Estado púdico que se precie) a los depauperados, que se extienda la pobreza por este país como el cáncer. No podía hacerlo. De haber procedido de ese modo, más que un consuelo habría inferido a su ánimo un cruel insulto.

Allí estaba, ante un hombre que miraba hacia un pasado cercano más o menos dichoso, que podía distinguir a su familia y a sus hijos con algunos extras y varios caprichos por estas fechas de Navidad. “El mundo es así”, me repetía, “y ante el así, poco queda o poco importa”.

El paro lo atrincheraba. Vivía moviéndose por las esquinas como un sonámbulo. Entraba a los bares a los que antes entraba sin pedir nada, acaso con la afrenta de aceptar que quien sabía de su ruina lo consolara con una copa y él, avergonzado, aceptara. En su deambular, insinuaba arreglos en un local que no aceptaban, o pintura en una pared o una puerta que dejaban para otro día. Él, que fue y era un pintor excelente, que incluso rechazó ofertas de trabajo en otro tiempo, ahora no era nada, y la nada lo consumía.

Lloró a la sombra de una pared más de una tarde. La angustia no tiene nombre, traduje, solo un discurrir severo por el cerebro y un nudo descomunal que aprieta en la garganta.

Todo se hundía en torno suyo, eso deduje. Su mujer marchó a casa de los padres porque él repetía la palabra esperar y las prórrogas comenzaban a ser infinitas. Sus hijos también desaparecieron. Los auxiliaba la caridad, eso que él aceptó como lo más ruin de cuanto se soporta en este condenado mundo.

“No encuentro escapatoria”, afirmó. Pero eso no era peor al hecho de que se encontrara solo, tan solo que le era difícil suponer que existieran otras personas tras los muros de las casas o caminaran por las calles.

Eso me dijo, mirando a la luna, sentado en el peldaño de entrada al bar y frente a un botellín de cerveza al que lo había invitado.

El oscuro es oscuro, manifestó; Dios es sabio y si Dios hizo el blanco y el negro es porque precisaba enseñarle a los hombres que el oscuro es oscuro. Me reveló que no es el sol el que tiñe el cielo de sangre por las tardes cuando muere. “Es la pena”, explicó.

Se suicidó un sábado de hace unos días. En el lugar por el que se despeñó en el acantilado, se encontró una nota con una sola frase escrita por el dorso y el anverso con letras mayúsculas.

“Noche roja, noche roja, noche roja , noche roja…”, decía.