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Como una escalera de caracol – Por Román Delgado

Se me acaba de ocurrir y creo que no está mal del todo. Sin serlo, la escalera de mi casa primigenia era lo más parecido a esas que llaman de caracol. Como las de caracol, parecía que no tenía punto y final, que conducía al más allá, pero con enorme incomodidad, con estrecheces, con hasta tres descansillos nunca iguales y con decenas de peldaños hechos a base de sobras de la construcción. La que parecía una escalera de caracol, en mi casa solo llevaba a la azotea del tercer piso, que, para llegar a la del cuarto, estaba la otra escalera, la de madera roñosa, de quita y pon: la pongo cuando no hay niños y la quito cuando ellos están. ¿Y si había despistes?, que existieron, y más habituales de lo deseado… Nada, leñazo garantizado, nervios, prisas, coches, gritos, enfados y urgencias. Siempre lejos, muy lejos. ¡Qué lejos siempre estaba el médico! Y el pañuelo blanco por fuera, buscando el viento y ondeando con un mensaje grabado de miseria, horror e incertidumbre. Y luego el blanco de vuelta, el del yeso o la escayola, o el del pañuelo humedecido por las lágrimas incoloras e indefensas nacidas en la pobreza. En la escalera polimorfa de mi casa, yo lloraba mis penas a menudo, con la puerta de la entrada, la de la calle, casi cerrada y con la oscuridad buscada de forma artificial, para evitar que me divisaran desde el fondo claro y ruidoso. También desde la escalera iba al baño de mi casa dentro de la casa de mis abuelos, al que se accedía desde el primer descansillo. Por inverosímil que parezca, el baño de mi casa, el del segundo piso, no estaba dentro de mi casa, sino junto a la escalera, como si se hubiera ideado para atender las necesidades de los usuarios del sucedáneo modelo de caracol. Que no fue así. Prueba de ello es que lo mismo pasaba en el tercer piso. Este era uno de los rasgos más singulares de mi casa, entendida en su integridad, con todos sus pisos, azoteas y demás estancias inexplicables e insondables.

@gromandelgadog