En homenaje vampírico a Thomas Disch
Me imagino que podría considerarse terrible. Bueno, objetivamente lo es. Me parece terrible. Les contaré con la mayor precisión lo que hay por aquí. Se trata de un cubículo relativamente amplio que permanece iluminado unas 18 horas diarias, aunque he sido incapaz (para variar) de encontrar las fuentes de luz. Ni un foco, ni una bombilla, nada de nada. Una cama -que se integra en la pared automáticamente cuando no está ocupada- un sillón bastante cómodo y una mesa donde descansa, es un decir, el ordenador. Un ordenador sencillito, ya tiene sus años, no recuerdo otro. No es distinguible ninguna puerta en las paredes de la habitación, no se diga una ventana. ¿Qué hago aquí encerrado? Pues, naturalmente, escribo. Escribo lo que están leyendo. Porque supongo – de eso se trata – que alguien está leyendo esto. Escribo básicamente artículos de opinión, como cualquier lector, si existe un lector, puede atestiguar. Admito que es raro escribir en esta situación artículos de opinión: quizás sea un paradójico efecto del encierro. Podría escribir poemas épicos, novelas costumbristas, sonetos al itálico modo, teatro del absurdo, guiones de televisión (me hubiera encantado ser guionista de La Revoltosa, por ejemplo), greguerías, romances, cuentos góticos, y para ser sincero, también los he escrito, pero sobre todo me dedico a escribir artículos de opinión. Hace muchos años, he perdido la cuenta. El único espejo que tengo es el muy imperfecto de la pantalla misma del ordenador, y aun así, basta para atestiguar que estoy envejeciendo.
A veces me indigno cuando leo lo que ocurre en el mundo a través de Internet. Me indigno hasta el frenesí. Hace años, en tales ocasiones, escribía inmediatamente una columna; ahora, con el pasar del tiempo, me limito a esperar hasta tranquilizarme y levanto indignado los puños frente a la pantalla del ordenador. Con el tiempo mi irritación se ha convertido casi en un animal de compañía. No sé si me entienden. Como esa gente que, según leo, domestican un pequeño tigre o una coqueta cría de cocodrilo y se la llevan a su casa. Se muestran muy cariñosas hasta que un día te muerden una mano y te quitan un par de dedos. Más o menos eso suele terminar siendo la indignación para un columnista. Admito que tiene poco que ver con el noble sentimiento que lleva a los pibes y pibas a manifestarse en la calle y ser ocasional -aunque cada vez más extendida y sistemáticamente -apaleados por la policía. La policía siempre es goethiana y prefiere la injusticia al desorden, la nómina al paro, el palo a la zanahoria. Aunque no les sirva para nada – aunque las protestas quizás sirvan realmente para muy poco – los pibes y pibas tienen toda mi simpatía.
A veces me temo que cualquier inclinación empática es inútil, ridícula, insignificante. Y eso me lleva, por supuesto, y como siempre, al problema principal: ¿qué hago yo aquí? ¿Qué sentido tiene este cubo luminoso, este maldito sillón, el renqueante ordenador que no termina de averiarse y, sobre todo, muy especialmente, esta sarta interminable de palabras, esta baba verbal como voy dejando como un caracol por una pared donde nadie se apoya? ¿Qué maldita utilidad tiene? ¿Formo parte de un experimento científico? ¿Está leyendo esto año tras año, no sé, un equipo científico multidisciplinar, un montón de gafudos con bata, financiados con fondos del Cabildo de La Gomera, para estudiar las condiciones de un ser humano sometido a cautividad e infectado de grafomanía? ¿Y les importa un pito que siga aquí, garrapateando gilipolleces por toda la eternidad? Gente sin entrañas, como un ministro de economía o el presidente de una caja de ahorros o el policía que le salta el ojo a una señora, o el juez que mantiene enchironado a Alfonso Fernández desde el 14 de noviembre por sus santas gónadas. ¿Y si se trata de un experimento militar? ¿Una base secreta de la OTAN en El Monturrio, por ejemplo? ¿O una nueva reformulación laboral del capitalismo financiero? Tengo que consultar el blog de Alberto Garzón para constatar si ha escrito algo al respecto. Pero lo dudo.
Es imposible saberlo. A veces he escrito mensajes encriptados para intentar conmover el corazón, civil o militar, de los hipotéticos carceleros, pero sin ninguna respuesta. Absolutamente ninguna. Como si no fuera con ellos. Tal vez entre en sus protocolos una conducta levantisca. No me extrañaría. Piensan en todo. No son como nosotros. Quiero decir, como ustedes. Siempre que ustedes estén ahí, leyendo. Es la más antigua de las suposiciones, ya les digo, y a la vez, la más improbable. Por otra parte, si ustedes están ahí, leyendo todo esto, y no ocurre absolutamente nada. ¿qué más da? Y eso me arrastra, inevitablemente, a mi última hipótesis. La que termino por suscribir cuando estoy cansado y ya no se me ocurren poemas épicos, sonetos al itálico modo, greguerías ni artículos de opinión.
Ustedes están ahí, por supuesto, y no es imposible, incluso, que puedan verme: la tecnologías de la información han avanzado tanto, según leo en Internet. Ahí están ustedes: taxistas, médicos, estudiantes, gente de orden, militantes del Partido Comunista de los Pueblos de España, socialdemócratas hastiados, abogaduchos, desempleados de larga duración, estudiantes de Económicas, perroflautas, celiacos, miembros de murgas y rondallas, editorialistas de El Día, admiradores de Hugo Chávez, votantes de Isaac Valencia, peatones de la historia y empresarios que metieron millones en la RIC. Y leen lo que yo escribo no en un periódico, porque probablemente ya han desaparecido todos los periódicos impresos por allá fuera, sino en una gigantesca pantalla de ordenador, y cuando les hace gracia se ríen de buen grado, y cuando se siente agredidos se asquean ante semejante botarate, y cuando me vacilo de alguna creencia muy íntima, ustedes disculpen, el Papa, la verdadera izquierda, el interés general de los gobiernos de Mariano Rajoy, el nacionalismo, cualquier intrascendencia de ese jaez, sentencian el verdadero color de mi alma miserable. Pero, sobre todo, los imagino cuando se aburren, leen las primeras líneas, atisban el siguiente párrafo, bostezan, siguen con sus ocupaciones y se marchan rápida o lentamente, no lo sé. Porque ni lo sé ni me afecta. Yo sigo aquí, en el cubo siempre luminoso, con el ordenador perpetuamente encendido, encadenando palabras que me encadenan un día tras otro, aprendiendo que las palabras son las únicas que ocultan lo que las palabras dicen. Escribiendo. Solo escucho el sonido tenue de mis dedos sobre el teclado: una sinfonía de brevísimos gruñidos, delicada y brutal. Sí, podría decirse, en cierto sentido, que resulta terrible, verdaderamente terrible, pero eso es falso. Lo terrible de verdad sería que, después de todos estos años, se abriese una puerta y alguien, cordial y sonriente, me dijera:
-Buenos días, señor González. Puede usted dejar de escribir. Puede usted irse. Es libre.
Eso sí sería verdaderamente terrible.