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Los gladiadores de la palabra – Por David Sanz

Cuando llega la hora de aprobar los presupuestos, de la institución pública que sea, la política se convierte, todavía más, en un lodazal, donde todos sus actores compiten por tirarse el pedo más gordo. Un concurso escatológico de acusaciones múltiples, en el que un titular grueso emborrona otro más envenenado. El espectáculo recuerda a las peleas de perros, en las que se trata de morder al contrincante y despellejarlo en público. El calificativo debe esconder la cifra y la racionalidad para que el exabrupto tenga más audiencia. Da igual que hace un año defendieran todo lo contrario, da lo mismo que este país y esta autonomía se vayan al garete, importa un bledo que las familias estén asfixiadas y sin recursos para atender a sus necesidades básicas. Lo fundamental es que el tribunal de acusación sea lo suficientemente apocalíptico para despertar la furia contenida de los adversarios. La jerga política se exprime hasta límites insospechados, en un alarde de esfuerzo semántico, tratando de alcanzar la imaginación de los indignados, con menos gracia, eso sí, pero con más agresividad. Topicazos, discursos sacados de los argumentarios urdidos en los aparatos propagandísticos de los partidos, gresca de corbata y tableta, porque también en las redes sociales se lanzan cachetadas inmisericordes.

El libro de registro de nuestra democracia, que está apunto de cortocircuitarse precisamente por haber permitido que la representación que se le otorga a los partidos se blindara a la sociedad, está en gran medida narrada por estos gladiadores de la palabra. Claro que de eso somos todos responsables por no haber puesto coto a este circo romano en el que ha derivado la política. Una ciudadanía enclenque y una clase política aerofágica han dado como resultado una sociedad que ha amortizado un sistema democrático que en vez de resucitar a la vida civil después de una dictadura atroz, se ha dormido letalmente en su propia complacencia. Tener fe en que las cosas pueden cambiar se ha puesto tan caro como creer en el misterio de la Encarnación. No es extraño que la gente abandone las iglesias y los cenáculos políticos con la misma avidez. En ambos casos, ellos se lo guisan y se lo comen. Mientras unos, desde el púlpito, amenazan con el infierno, los otros, desde el escaño, lo hacen con la Merkel; unos sacan las bestias del Nacimiento y los otros se ponen garrulos con nuestros derechos.