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No hay mal que por bien no venga – Por Román Delgado

A la hora fijada, siempre en punto, el rey ocupó la pantalla del televisor en todos los hogares y sin escapatoria posible (¿dictadura?), y en ese mismo instante, con la fortuna de tener el mando a distancia tan cerca que a veces llegaba a molestarme, empujé el botón preciso de apagado, me eché adelante y tiré de El mal de Montano, que por allí estaba, muerto de la risa, eso sí. Me he propuesto que, cada vez que salga el rey en la tele o se oiga en la radio, yo voy y cojo un libro, y que conste que no lo hago porque crea que lo tengo al ladito y es fácil de manejar para taponar la vista. Cojo un libro en señal de protesta, en señal de que más vale un libro que tanta tontería e hipocresía: que si esto que si lo otro que si tal y que si cual… Uno, de verdad, ya está harto de tanto fenómeno y de tanta falsedad. Por lo menos, pensé (y menos mal que el libro seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso, pero entre trocitos de pan sobrantes del desayuno de media mañana), El mal de Montano me hace viajar sin tener que pagar billetes ni peajes, y a mis sitios favoritos, uno de los tantos que tengo y que siempre tendré. De la mano de Enrique Vila-Matas, mandé de paseo al rey, y yo, a la vez, fíjate qué lujo, me fui de paseo a las Azores, a mi recordada isla de Faial, con la de Pico enfrente. Y gracias a El mal de Montano tomé unos rones en el bar del puerto de Horta rodeado de sombras de pescadores de ballenas, con una barriga tendida en la cama de un hotel cercano esperando a que llegara la mano que le diera calor. Y en ese viaje también crucé el canal marino entre Faial y Pico, por aguas turbulentas. Y llegué a Pico, e hice lo que practicó en su día el mismo Vila-Matas: quedarme quieto y tonto por la belleza de ese otro paraíso, gordo de naturaleza, con el recuerdo caliente de que la vida es bastante más que pasar el rato mirando a la caja tonta y toda su ristra de rebenques.
@gromandelgadog