Confieso que estaba totalmente convencida de que Úrsula y Brígida no tenían madre. No tanto por su edad, que es indeterminada e incalculable, sino porque creía que era imposible que pudieran ser hijas de nadie.
Me equivoqué. El pasado martes, al entrar en el edificio, me tropecé con una señora de ochenta y tantos años que arrastraba una maleta a cuadros escoceses hacia el interior del ascensor. Me resultó extrañó no ver a Francisco José -el botones- pero luego me enteré de que tiene una tendinitis aguda en el dedo índice de la mano, su principal herramienta de trabajo, y estará de baja hasta después de Reyes. En fin, volviendo a la pobre señora, como apenas podía con su cuerpo y mucho menos con la maleta que pesaba más que todos sus años juntos multiplicados por cinco, decidí ayudarla aunque eso significara tener que acompañarla en su viaje al segundo derecha metida en aquel terrorífico aparato al que nunca me subo. Allí encerrada y, mientras sentía que ascendía al más allá, la mujer de cara acolchada me contó que era la madre de las co presidentas de la comunidad y que venía a pasar la última semana del año con ellas. Pobrecilla, fue lo primero que pensé. Vaya forma de terminar 2012.
Algo me decía que no sería la última vez que la iba a ver. No me equivoqué. Al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, tocaron a la puerta. Era Úrsula que venía a pedirme el favor de que me quedara con su madre por unas horas, mientras Brígida y ella hacían la compra para la cena de Fin de Año. “Es que a estas alturas, corremos el riesgo de no encontrar langostinos a buen precio”, se excusó. Obviamente le dije que no había ningún problema. Sin dejarme terminar, desapareció y, en menos de cinco minutos, ya estaba de nuevo en la puerta con su madre en una mano y la maleta escocesa, en la otra. “No da mucha lata”, me comentó antes de marcharse sin despedirse de ella.
Y hasta la fecha. Tres días después, las hermanísimas no han vuelto a por la madre. Yo supongo que deben estar removiendo cielo, tierra y mar para encontrar los codiciados langostinos porque aquí sigo con la señora, que no da ninguna lata pero que no para de preguntarme si ya pasaron “unas horas”. ¡Qué lástima! Se me encoge el corazón y, como no sé qué decirle, sonrío y le hago una carantoña de esas que le hacía a mi abuela cuando me miraba con ojos de corderito perdido. Así que, mientras seguimos esperando el regreso de las hijas pródigas, aquí estamos: ella, sentada delante de la tele, entretenida con los resúmenes del año con los que nos bombardean por estas fechas todas las cadenas y yo, por si acaso, llamando a mi madre para que ponga un plato más para la cena de Fin de Año.