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Mensajes y mensaje – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

El reciente mensaje navideño del rey ha sido el más breve de todos los tiempos -unos exiguos ocho minutos y treinta segundos- y el menos visto -y oído- de los últimos años. Y a ese escaso interés y escasa cuota de pantalla se une la mayoritaria opinión negativa de los encuestados en los sondeos llevados a cabo por algunos medios en la calle y en las páginas web. Consideran estos ciudadanos que el monarca ha sido excesivamente suave y poco concreto en sus alusiones a la renovada -y nunca abandonada- ofensiva soberanista -independentista- del Gobierno catalán, a sus amenazas al Estado y a que haya vinculado su permanencia en el mismo a que se acepte sin condiciones su exigencia de pacto fiscal. Por el contrario, los nacionalistas critican esas suaves y poco concretas alusiones, y nuestro inefable presidente autonómico ha llegado a decir que el rey en su mensaje llamaba la atención a Rajoy y su Gobierno en cuanto a las políticas sociales.

Hace pocos meses el rey utilizaba la recién inaugurada página web de la Casa Real como instrumento de comunicación social y política, y se dirigía directamente a los españoles para expresar su opinión sobre lo que nos está pasando y para adoptar una posición al respecto. Fuentes de su Casa precisaron que la carta era una iniciativa del propio monarca, de la que se había informado al presidente del Gobierno, y que no debe interpretarse únicamente en clave catalana, sino también, y de igual forma, como una apelación en favor de la paz social y en defensa de las instituciones de nuestra democracia. Lo mismo puede afirmarse del contenido del último -y breve- mensaje de Navidad.
En su inesperada carta electrónica, el monarca hacía en primer lugar un llamamiento para recuperar el espíritu de nuestra transición política, en particular “la renuncia a la verdad en exclusiva” (¡qué pocos españoles renuncian a eso!), y después un llamamiento paralelo a la unidad: “Estamos en un momento decisivo para el futuro de Europa y de España, y para asegurar o arruinar el bienestar que tanto nos ha costado alcanzar. En estas circunstancias, lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas. No son estos tiempos buenos para escudriñar en las esencias ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia”. En su reciente mensaje navideño dijo algo similar, aunque mucho menos contundente.

Desde distintas perspectivas sociales y políticas se debatió no tanto la oportunidad de la misiva real, que es indudable, sino su conveniencia en términos constitucionales. Por ejemplo, desde el nacionalismo se acusó al rey de no ser neutral, de haber perdido la neutralidad ante las diferentes opciones políticas; y, a su vez, desde las pancartas y la protesta callejera se le censuró por no respetar supuestamente la libertad de expresión y entrar en el debate político. Vayamos por partes. Como se ha escrito en varios medios, el rey no está de adorno o de florero protocolario, y la Corona es una institución del Estado que tiene delimitadas constitucionalmente sus funciones y competencias. En concreto, el rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Estamos acostumbrados a que no diga nada, salvo obviedades, y a que su única comunicación con la ciudadanía sea su mensaje de Navidad, un breve texto repleto de lugares comunes y buenas intenciones, al que los medios de afanan en buscar una trascendencia que no tiene. Pero eso no significa que siempre tenga que limitarse a un guión tan anodino. Sin ir más lejos, en su penúltimo mensaje navideño hizo alusiones muy claras y precisas al grave caso de la presunta corrupción de su yerno Urdangarín. Ahora se le ha reprochado que no haya incidido en el tema.

Como símbolo de la unidad y permanencia del Estado, y, por consiguiente, como garante del orden constitucional, no se puede pretender que la Corona permanezca en silencio ante las proclamas que persiguen la destrucción de ambos. Eso sería una flagrante -y culpable- dejación de funciones. Porque hay que repetir con la mayor claridad y contundencia que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, como establece su artículo segundo. Y que la independencia de Cataluña o de cualquier otro territorio, e, incluso, la mera convocatoria de un referéndum sobre la cuestión, quebrarían radicalmente la Constitución y alterarían tan sustantivamente los fundamentos del sistema que requerirían, no ya la reforma constitucional previa, sino la derogación del texto constitucional y su sustitución por uno nuevo.

En lo que atañe a la exigencia de refrendo para los actos del rey, se refiere a los actos de contenido y trascendencia constitucionales, y no a sus comunicaciones y manifestaciones verbales o escritas, como su mensaje de Navidad, la carta de su web o sus declaraciones o entrevistas periodísticas. Sostener otra cosa sería reducir al rey al papel de una marioneta prisionera del poder político de turno. Algunos quisieran que esa fuera la situación. Algunos quisieran que los mensajes del rey no contuvieran ningún mensaje.