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Casa y váter – Por Román Delgado

   

El baño de mi casa, la de antes, la de mis queridos abuelos, la de La Montaña…, no se hallaba donde comíamos, dormíamos y pasábamos gran parte del tiempo. No. Mi padre nunca supo ni quiso explicarme el porqué, y yo siempre conocí esa situación de la manera que ahora narro: como si mi casa del segundo piso fuera una casa con dos casas en su interior separadas por una escalera que se encargó de expropiar un trozo de vivienda para impedir que aquellos dos espacios se comunicaran en la más estricta intimidad y sin necesidad de poner lavadoras y lavadoras día tras día, en la etapa en la que el control de mis necesidades fisiológicas fue más accidentado. Como el baño de mi casa estaba fuera de la parte principal de mi casa, de pequeño siempre tuve mucho miedo a ir de noche cerrada a la escalera para lograr meter un pie en el baño. Por eso, a menudo orinaba en la escupidera que estaba debajo de mi cama, igual que la que siempre utilizó mi abuelo, e incluso a veces no tenía más remedio que dejar que el cuerpo se refrescara con mis propios residuos, de pie o tumbado en mi aposento rodeado de juguetes de colores, con predominio del rojo y del verde: del verde de la platanera que asomaba por la ventana, que era uno de mis juguetes preferidos. Cuando atinaba a salir, medio dormido, tanteaba la superficie repleta de cosas del mueble donde descansaba la llave de la puerta de fuera, que la de dentro casi siempre estaba puesta en la cerradura. Superada esa dificultad, alcanzaba el primer descansillo, subía la tapa del váter y apuntaba lo mejor posible, en lo más oscuro, para evitar manchar algo y que luego me reprendiera mi atenta y escrupulosa madre. Era un lío, y el lío casi siempre terminaba en tragedia, en más ropa que echar a la lavadora semiautomática o a la misma piedra de lavar.

¡Qué ocurrencia la de mi padre! Aún hoy no me lo explico. Ni me lo explica.

@gromandelgadog