Si se declarara un DÃa de Silencio (sin que el Carnaval se dé por aludido), paradójicamente, cobrarÃa sentido escuchar. Hay tantos silencios como sonidos. Pero ignoramos su interpretación, por falta de uso. Asistà a la convocatoria de la Fundación Doctor Barajas sobre las familias con discapacitados auditivos. Y me temo que vivimos bajo una hipoacusia colectiva que nos condena a un diálogo de sordos, en la prisión de la estridencia pública, a la que contribuye en ocasiones la televisión. Carecemos de un silencio sabio porque vivimos instalados en el grito simbólico de Munch. Pero una posible tregua de silencio, a tÃtulo experimental, no equivale a hacer la vista gorda. En la agenda polÃtica se cuela ahora una invitación a callar cosas para no alarmar a la gente (la preterida mayorÃa silenciosa), a practicar el silencio paliativo, como una medida destinada a un enfermo terminal. Pero a la democracia nunca la dejarÃamos morir, ni a la chita callando, ni a grito pelado. El silencio cómplice serÃa letal para una convivencia basada en la transparencia. En su minigira americana, Rajoy -hombre de profundos silencios autoimpuestos que le han dado resultado- pide a su partido, y veladamente a los medios de comunicación, que guarden un prudente silencio sobre el caso Bárcenas mientras dure el cacheo a bordo. La polÃtica del silencio ha llevado también a la Zarzuela a borrar a Urdangarin de la web oficial de la Casa del Rey como elusión de los ataques del exsocio del yerno a la MonarquÃa. Tal que a la Corona, a la clase polÃtica (PP, PSOE o CiU, cada uno con su muerto) le da pavor el descrédito, bajo el ‘drama’ del empleo (esa obra de teatro social), los pufos y su incompetencia ante la crisis. No cabe el silencio. El merkiavelismo, como dirÃa Ulrich Beck, se alegra de la mugre española: ahà los tienen a manos llenas. Cuando damos la callada por respuesta, las palabras se tapan los oÃdos. Pero ante la corrupción sólo cabe taparse la nariz.