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Don Genaro – Por Anelio Rodríguez Concepción

Don Genaro. Así nos dirigíamos a él quienes tuvimos la fortuna de tratarlo. En su querido pueblo de Mazo los más viejos lo llamaban Miguelito el panadero en recuerdo de su padre, que hacía pan y primorosas galletas de trigo, pero en Santa Cruz de La Palma se le conocía, no sin admiración, como la bomba atómica (¿quién no conoce la anécdota?: siendo muy joven, en una prueba oral de reválida se explayó describiendo la composición de la bomba atómica, gesta de erudito precoz por la que habría de merecer nada menos que el reconocimiento de un sobrenombre con esdrújula). El caso es que sabía de todo un poco y sabía de todo un mucho porque leía y leía a cualquier hora, en su casa y en la calle, sentado y andando, para sí en voz baja y para los demás en voz alta, con la legítima ambición que mueve al autodidacta a aprehender el mundo.

Aunque a bote pronto algún cenutrio pudiera confundir esta insaciabilidad tan pintoresca de don Genaro con una manía de excéntrico, acaso remarcada por su torpe aliño indumentario (por supuesto le afloraban desde las entrañas otros rasgos machadianos más importantes, como la bondad y las gotas de sangre jacobina), todos sentíamos que su pulsión intelectual procedía de una raíz luminosa, compartida durante siglos, que aún atañe en parte a nuestra realidad de isla a la deriva. Quiero creer que se trata de la misma raíz que nutre el enciclopedismo ilustrado de Viera; la raíz de la que parte, en fin, el espíritu reformista del prócer Alonso Pérez Díaz, paisano de Mazo a quien don Genaro veneraba como el ejemplo más necesario de lucha por el bien común, sobre todo ahora que la partitocracia se come cruda a la democracia. Su patria, para entendernos, era la Patria que le erigió una estatua al señor Díaz, aquel párroco de mentón cuadrado que lo mismo fundaba una escuela laica que componía un motete o una filípica contra el absolutismo decimonónico.

Sí, claro que don Genaro llamaba nuestra atención, queriendo y sin querer. Un señor tan señor que amolda su carácter al don de la afabilidad, al compromiso de las ideas progresistas y a la búsqueda de conocimiento no puede pasar desapercibido en la birria de este país sin brújula que por abulia hemos ido entregando a los mediocres. Don Genaro, genuino lector peripatético, republicano hasta la médula, sabía también lo que cuesta recordar el peso de las palabras esenciales que reivindican la dignidad del hombre. A cada paso las repasaba en varias lenguas, vivas o muertas y hasta utópicas como el esperanto. Y lo hacía con timbre de pregonero, a la luz del día sobre las aceras, de traje y corbata y zapatillas de andar por casa, regalando el portento de su memoria de elefante, mirando por encima de las gafas con picardía risueña, contagiosa, que a partir de ahora hemos de echar en falta como un eco de la inocencia que nunca debimos haber perdido.

Una tarde de otoño, hace ya más de tres lustros, mi hijo Anelio, entonces un niño que empezaba en la escuela, me dijo a bocajarro: “Genaro es bueno”. Íbamos de paseo por la Calle Real y acabábamos de charlar un rato en la esquina de El Puente. Allí mismo don Genaro nos había recitado en latín algunos versos de uno de sus admirados poetas clásicos. No recuerdo el motivo ni los versos ni el poeta, pero no tengo duda de que el niño escuchó aquello como la fórmula secreta de la felicidad.

Genaro es bueno. No puede haber mejor loa lapidaria.

Gennaro è buono. Genaro is good. Genaro est bon. Genaro ist gut. Genarus bonus est. Genaro estas bone.