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María Gómez Valbuena – Por Luis Ortega

   

La cortina de humo y silencio, que rodeó sus últimos años, también tapó la fecha y circunstancias de su muerte. Una fuente del convento madrileño de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl anunció el fallecimiento de Sor María Gómez Valbuena (1926-2013) dos días después de su entierro. El breve comunicado es otro episodio negro de la biografía de esta religiosa, imputada como autora de robos de recién nacidos en la Clínica de Santa Cristina, después de que María Luisa Torres – despojada con engaños y amenazas de su bebé – la denunciara a la fiscalía, tras encontrar a la hija, treinta y un años después, y acreditar su maternidad con las pruebas de ADN. El 12 de abril de 1912, la presunta secuestradora compareció ante el juez Adolfo Carretero; negó los cargos y apeló a la desmemoria propia de la edad. Pero la repercusión mediática del caso favoreció la aparición de otras madres damnificadas por los manejos de una mujer fría e implacable, que se cebaba con las solteras y las pobres, les presentaba un cadáver frío y recurrente -si insistían- y, a veces, con cinismo reprobable, les preguntaba qué nombre querían para “la criatura fallecida”; ésta ya había sido entregada a una familia acomodada, al parecer, a cambio de una importante cantidad de dinero.

La responsabilidad penal acaba con la desaparición de la imputada pero, por el prestigio de la justicia – que con Gallardón vive sus peores momentos – sería deseable que continuaran y culminaran las investigaciones y, en la medida de lo posible, se repararan los daños causados por la presunta e implacable traficante de personas. Y sería oportuno también que la congregación a la que perteneció colaborara con la investigación para que su secular dedicación a los enfermos y necesitados no quedara empañada por actos tan abominables. En un caso que ha despertado, por igual, ira y consternación resulta noticiable el silencio del ministro y el oscurantismo que ha cubierto a este icono del mal, cuya apariencia frágil no ha conmovido a nadie. Por eso, que la misericordia divina perdone -si se arrepintió a tiempo y cumplió su penitencia- a la pertinaz delincuente, que cometió sus desmanes al amparo de su hábito; y, entretanto, que la justicia, la verdadera justicia, no pare hasta dar luz a ese retablo de sombras que llegó, desde la posguerra hasta la recobrada democracia y, aunque sea moralmente o en efigie, señale, juzgue y condene con el mayor rigor a los responsables y colaboradores de estos delitos en todas las esquinas del estado. Para que nunca se vuelvan a repetir.