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In memoriam – Por Mario Santana

   

El pasado 16 de diciembre, seis hombres violaron y torturaron a una joven estudiante de 23 años en un autobús de Nueva Delhi. Uno de los agresores contaba con 17 años. Los otros cinco eran mayores de edad. Tras la brutal agresión la mujer fue arrojada del autobús. Incluso se ha dicho que el conductor intentó atropellarla. La joven falleció el siguiente día, 29. El pasado jueves se dio comienzo el trámite judicial, que se prolongará seguramente durante meses.

A pesar de que el horrible suceso ocurrió en otro país, este hace tambalear conceptos universales. El primero sobre la diferencia de trato de los menores. En el caso que nos ocupa, conforme al derecho que resulta aplicable, y si fueran declarados culpables los imputados, el menor de edad podría terminar con una condena de tres años de prisión. Los mayores de edad podrían incluso ser condenados a muerte. Tan abismal diferencia punitiva resulta cuanto menos cuestionable.

En nuestro país se plantea también la conveniencia de mantener el límite máximo de la privación de libertad. Establece al respecto el artículo 76 del Código Penal que el máximo de cumplimiento efectivo de las penas no podrá exceder, con carácter general, de veinte años. Este límite podrá ser excepcionalmente aumentado a 25, 30 o 40 años si concurrieren determinadas circunstancias. Téngase en cuenta que para un supuesto de violación con circunstancias agravantes del artículo 180 del Código Penal, como es el caso, la pena máxima a imponer será de quince años, sin perjuicio de otros veinte años por el asesinato previsto en el artículo 139.

En definitiva, en España al autor de una violación con resultado de muerte pueden imponérsele varias penas, pero es muy probable que su permanencia efectiva en prisión no alcance los veinte años ni por aproximación.

Pero la prisión, por larga y dura que sea, nunca restablece la vida de la víctima. No es la solución. Es solo una manifestación de repulsa. La canalización civilizada de la venganza de la sociedad. La solución es que esto no ocurra. Y probablemente la solución está en las escuelas y en los padres. Y en que los Reyes Magos no hagan distingos entre los juguetes de los niños y de las niñas. Y en que el azul y el rosa sean disfrutados por igual. Si el arco iris no distingue, será que no hay distinción.

Mario Santana ES LETRADO / abogado@mariosantana.es