Llevo ya demasiados diciembres haciendo propósitos para el nuevo año que nunca he cumplido, así que he seleccionado unos cuantos objetivos que tengo el empeño de cumplir.
Uno: no voy a hacer un curso de inglés en Brigton. Como dice Joaquín Leguina, no me importa compartir su epitafio: “Aquí yace un estudiante de inglés”.
Dos: no voy a ponerme a estudiar chino, ni el chino sinítico, ni el mandarín, ni ninguna de las modalidades de la lengua sinotibetana.
Tengo una amiga que lleva ya al menos dos años con el chino mandarín y encuentro que ha envejecido prematuramente.
Tres: no voy a escribir un libro de autoayuda, ni para ser feliz, ni para ser desgraciado, ni para divorciarse, ni para encontrar novia alguna. Me parece una grosería aconsejar a gente que no conoces y con la que no tienes confianza.
Cuatro: no voy a establecer ningún combate con el colesterol. Hay que ser humilde y reconocer cuándo el adversario es más potente que tú. Además, creo que ya tengo la edad suficiente para tener el colesterol un poco más alto que cuando hice el servicio militar.
Cinco: no voy a bajar de cinco drys martini al mes. Muy al contrario, y a pesar del enorme esfuerzo de voluntad que eso supone, y del sacrificio que acarrea, creo que voy a subir la dosis a unos diez.
Seis: no voy a callarme ante ninguna mamarrachada culinaria, amparada en la amplia bandera de la nueva cocina. Y, además, voy a luchar para que se prohíba, por ley aprobada en el Congreso de los Diputados, la “deconstrucción” del cocido, de la fabada, de la paella y de otros muchos platos que han soportado varios siglos de éxito con toda humildad.
Siete: no voy a escribir sobre el nacionalismo, excepto a petición de mis señoritos. Me aburre, me hastía y me empalaga, aunque me tienta la idea de crear el Principado Independiente de Catalatayud, patria de Marcial y Baltasar Gracián.
Y ocho: urge establecer el Premio Nacional al Tonto Contemporáneo, constatada la calidad y la cantidad de aspirantes.