La revelación de los sobresueldos en metálico en la cúpula del Partido Popular, practicada durante años al cuidado de un tipo que escondía millones de euros en bancos suizos, es una noticia desoladora, pero no sólo para un partido o un gobierno. Afecta a la credibilidad de nuestro sistema democrático y lo hace en una coyuntura gravísima, con seis millones de parados en un país víctima de sus propios errores, pero también de un bucle peligrosísimo porque en este barco, de un modo u otro, navegamos todos. El presidente del Gobierno responde fiel a su estilo de tortuga que mete la cabeza bajo el caparazón y se mueve lentamente a la espera de que la amenaza se evapore por sí misma o el atacante de turno se aburra o desgaste solo. Es una solución táctica con prestigio en la política de toda la vida, pero es muy dudoso que funcione en esta tesitura. A diferencia de otras ocasiones, el escándalo es demasiado simple, demasiado obvio, demasiado chabacano, fácilmente entendible por una ciudadanía indignada que busca y encima encuentra a diario nuevas razones para alimentar su enfado. Pero hay una cuestión de fondo que el PP como organización política no puede obviar. Estos gobernantes incluidos en la lista de agraciados por la pedrea de Luis Bárcenas son en buena medida los mismos que en fechas recientes han anunciado sin pestañear que había que subir impuestos, recortar salarios, rebajar pensiones, abaratar el despido, subir el precio de los medicamentos, la luz, el gas, las tasas universitarias, y todo ello bajo la justificación de que era preciso expiar los pecados pretéritos porque en España habíamos vivido todos “por encima de nuestras posibilidades”.
Bueno, todos no. Al final resulta que estos cargos públicos se embolsaban ingresos irregulares, no ilegales, pero nunca confesados, habrá que ver si incluidos o no en la declaración de la renta, quizá porque ellos sí que se atrevían a vivir por encima de sus posibilidades. Este es el gran problema ahora. Mariano Rajoy está inhabilitado como presidente para plantear un solo sacrificio a los ciudadanos, y menos credibilidad tiene aún para defender la posición de España en los foros internacionales en los que este país se la juega. Eso sin contar con hipotéticas nuevas revelaciones del tipo que durante décadas coleccionó secretos en la sede de Génova. Esto no es la crisis política de un partido o un presidente. Es un asunto sistémico que afecta al corazón de nuestra democracia. Como tal debe ser tratado.