Hubo un tiempo, y no hace mucho, en el que había demasiado pasado en el presente. En 2006 los periódicos dedicaban páginas y páginas a excavaciones de fosas y a investigaciones sobre verdugos que habían muerto treinta años atrás. Las batallas ideológicas se libraban este siglo, pero estaban demasiado contaminadas por el clima de la Guerra Civil y todo lo que ocurrió antes e inmediatamente después. Quizás sucedió porque estábamos tan convencidos de que el futuro solo podía ser mejor que nos obsesionamos con el pasado y no nos dimos cuenta de que estábamos dentro de una burbuja económica a punto de explotar. Nos íbamos de vacaciones dos veces al año, comíamos fuera casi todos los fines de semana y dormíamos en una casa de dos plantas con jardín. Todo iba tan bien que decidimos preocuparnos por una época que no vivimos y que nunca se cerró bien. Esa retrospectiva constante hizo que perdiéramos de vista el horizonte y que confundiéramos la memoria histórica con la novela histórica.
A esta conclusión llegó hace algún tiempo Antonio Muñoz Molina. Un día se dio cuenta de que había dedicado muchísimos días a documentarse para escribir libros como La noche de los tiempos. Se había encerrado en hemerotecas y archivos, y había conseguido describir las pasiones y miserias de los hombres con el contexto de La República y la Guerra Civil de fondo. Sin embargo, el escritor de Úbeda había obviado lo que contaban las páginas de los diarios antes de la crisis. Hace unos días salió su nuevo libro, un ejercicio de autocrítica y responsabilidad social en el que explica cómo nos pusimos un velo que nos impidió ver. “Lo más difícil de recordar de 2006 es hasta qué punto se quiso que fuera 1931 y 1936. Obsesionados con la exhumación de fosas comunes no reparábamos en el fragor de las excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalés y bloques de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por alcaldes ladrones, sobre humedales y zonas protegidas y en los parajes litorales vírgenes y en cualquier superficie en la que se pudieran cavar unos cimientos”.
En realidad no lo vimos porque no nos importó lo suficiente. No sabíamos de dónde venía el dinero ni por qué se multiplicaba, solo que tenía “el efecto euforizante de la cocaína”. Nos concentramos en todas las posibilidades que nuestra maravillosa vida, financiada a interés bajo, todavía podía ofrecernos. Y resultó que era esto. Ahora sí podemos añorar el pasado -reciente- con razón.