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Significación y sentidos del gentilicio canario: lengua, ecología, sentimientos, ideología y poder > Por Marcial Morera*

   

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Aunque, cuando se habla del gentilicio canario, lo primero que afluye a la mente de los hablantes son sus sentidos personales, unos sentidos cargados de ideología y emociones, que una veces suscitan las adhesiones más entusiastas y otras las actitudes más recelosas, no debe perderse de vista que dicho gentilicio es, en primer lugar, una palabra; una palabra que, como toda palabra, presenta un valor invariante objetivo, que, en principio, nada tiene que ver con la cultura, con la ideología ni con los sentimientos, que son subjetivos, y que, en todo caso, ostenta un campo de usos mucho más amplio que el exclusivamente personal.

En efecto, en sí mismo y por sí mismo, el término canario no es otra cosa que la adjetivación de un nombre propio de lugar, el nombre propio de lugar Canarias, que alude a un territorio, con un paisaje, una flora, una fauna, un clima, etc., propios, que ocupa un lugar determinado en la geografía del planeta, y que la gente valora positiva o negativamente, según su particular experiencia respecto de él. De esta manera, al contrario de lo que ocurre en la forma originaria Canarias, donde la materia de base se significa de forma sustantiva, “ocupando un lugar en la naturaleza”, como quiere el gramático venezolano Andrés Bello, en la forma derivada canario, la materia de base se pasa a significar de forma adjetiva, como característica o rasgo semántico simple de algo que “ocupa un lugar en la naturaleza”. En realidad, idiomáticamente hablando, esas palabras que la pedantería lingüística denomina gentilicios se limitan básicamente a lo que acabamos de comentar: adjetivar directa o indirectamente mediante un sufijo un topónimo, que, de funcionar como denominación de un lugar determinado, pasa por ello a funcionar como cualidad, como constituyente de una persona, un animal o una cosa. Así, flora canaria, aguas canarias, trabajadores canarios y Corte Inglés canario no son otra cosa que una flora, unas aguas, unos trabajadores y un Corte Inglés determinados por un concepto locativo; concretamente, una flora, unas aguas, unos trabajadores y un Corte Inglés que tienen el concepto ‘Canarias’ como rasgo definidor. Lo que quiere decir que lo que en realidad significa constante e invariablemente nuestro gentilicio, lo único que significa objetivamente, no es ‘de Canarias’ (que es definición que implica una relación externa, la relación externa de ‘movimiento de alejamiento visto desde el punto de partida’ expresado por la preposición de), ni ‘natural de Canarias’ (que es definición que implica la noción biológica de ‘nacimiento’), ni ‘perteneciente a Canarias’ (que es definición que implica la noción jurídica de ‘propiedad’), como quieren los diccionarios y las gramáticas al uso, sino una intuición semántica más general que, para entendernos, podríamos parafrasear como ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’, sin la más mínima alusión a las ideas de ‘procedencia’, ‘nacimiento’, ‘pertenencia’, etc., entre la persona, el animal o la cosa designado por el nombre regente y el lugar designado por la base del gentilicio, que es el topónimo Canarias. Por lo tanto, desde el punto de vista de la significación invariante del término que nos ocupa, tan canario es el Corte Inglés de nuestro ejemplo, como el Teide, el tajinaste o el guirre, independientemente de que la montaña, la planta y el ave rapaz citadas en último lugar formen parte de la naturaleza de las islas y el mencionado centro comercial no.

Asunto muy diferente es lo que sucede en la realidad concreta del hablar, en que ponemos los elementos de la lengua en relación con tales o cuales cosas o experiencias del mundo externo. En este ámbito, el significado de nuestra palabra, como el de todas las palabras del mundo, puede presentar, y de hecho presenta, orientaciones de sentido muy diversas, que dependen, no del código idiomático, sino de las siempre heterogéneas relaciones prácticas que existan o imaginemos entre la persona, el animal o la cosa designado por el nombre regente y el lugar implicado en el gentilicio, y, por supuesto, de las valoraciones personales que hacemos los hablantes de dichos referentes. No se trata ahora de hechos esenciales o invariantes, sino de hechos accidentales, variantes o aleatorios.

Para empezar, nos encontramos con que la adscripción de la persona, el animal o la cosa designado por el nombre regente al lugar implicado en el gentilicio puede ser meramente accidental o circunstancial. Es lo que sucede en el caso del canario de combinaciones como trabajadores canarios, Corte Inglés canario, consejo de ministros canario o partida canaria de los presupuestos generales del estado, donde la relación que guardan las personas y las cosas designadas por los nombres regentes trabajadores, Corte Inglés, consejo de ministros y partida con el lugar designado por el nombre Canarias implicado en el gentilicio es totalmente externa: en los casos de trabajadores canarios, Corte Inglés canario y consejo de ministros canario, la relación es de mera circunstancia locativa: los trabajadores aludidos son canarios, simplemente porque ejercen su actividad profesional en las islas; el Corte Inglés aludido es canario, simplemente porque hace negocios en las islas; y el consejo de ministros aludido es canario, simplemente porque fue celebrado en las islas; en el caso de la combinación partida canaria de los presupuestos generales del estado, la relación es también externa, aunque, en este caso, de finalidad, porque se trata de una partida de los presupuestos que tiene como destinatario las islas canarias.
Frente al tipo de adscripción anterior, que es accidental o episódica, como decimos, tenemos otra adscripción de la persona, el animal o la cosa designado por el nombre regente al lugar implicado en nuestro gentilicio más o menos esencial o permanente. Es lo que sucede en el caso del canario de combinaciones como flora canaria, aguas canarias, hombre canario o folías canarias, donde la relación que guardan las personas, las plantas y las cosas designados por los nombres flora, aguas, hombre y folías con el lugar designado por el topónimo implicado es más o menos interna: en los cuatros casos aludidos, se trata de realidades que se encuentran íntimamente determinadas por la naturaleza o la cultura insulares.

¿Cuál de estos dos tipos de realidades caracterizadas como canarias es más canaria: el Corte Inglés o la flora? Evidentemente, aunque, desde el punto de vista lingüístico más estricto, ambas realidades son igualmente canarias, porque el gentilicio las presenta adscritas a ese lugar que llamamos Canarias, desde el punto de vista referencial, se puede decir que la flora es más canaria que el Corte Inglés, porque, mientras que aquella se encuentra integrada en Canarias, forma parte de su naturaleza, esta simplemente se encuentra situada en ella. Como es obvio, se trata de una información que no aporta el gentilicio, sino las cosas designadas, o las creencias que tenemos acerca de ellas.

Siendo esto así, como es, es claro que la significación lingüística ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’, que, insistimos, es lo único que implica nuestro adjetivo canario en sí mismo y por sí mismo, presenta en principio dos sentido radicalmente distintos:

a) ’Se dice de la persona, animal o cosa externa o episódicamente relacionado con Canarias’;

y b) ‘Se dice de la persona, animal o cosa interna o permanentemente relacionado con Canarias, o perteneciente a ella’.

¿Qué implica esta relación de pertenencia última? ¿Por qué decimos que, en ciertos usos, la significación invariante ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’ del adjetivo canario, las personas, animales o cosas designados por el término regente se entienden como pertenecientes a la tierra designada por la base del gentilicio? ¿Porque las produce? ¿Porque nacen de ella? ¿Porque proceden de ella? El Diccionario académico atribuye seis sentidos distintos a la palabra pertenencia: 1. ‘Relación de una cosa con quien tiene derecho a ella’. 2. ‘Territorio o núcleo de población separados de la cabeza de un municipio y que corresponde a su jurisdicción’. 3. ‘Antigua unidad de medida del suelo para las concesiones mineras’. 4. ‘Cosa accesoria o dependiente de la principal, y que entra con ella en la propiedad’. 5. ‘Cosa que es propiedad de alguien determinado’. Y 6. ‘Hecho o circunstancia de formar parte de un conjunto, como una clase, un grupo, una comunidad, una institución, etc.’. ¿De cuál de estas maneras pertenecen las personas, los animales, las plantas, las cosas a los lugares en que habitan o se encuentran? Evidentemente, no en el sentido de propiedad, de derecho o facultad de poseer alguien algo y poder disponer de ello dentro de los límites legales, sino más bien en el sentido de que forman parte de su universo, porque se encuentran integrados de una u otra forma en él. Cuanta más influencia reciba una persona, un animal o una cosa de un lugar y más se encuentre integrado o adaptado a él, más será esa persona, animal o cosa de ese lugar. Hasta tal punto es esto así, que se puede decir que una persona, un animal o una cosa solamente será total y radicalmente canario cuando adquiera todas y cada una de las características del universo canario; es decir, cuando se sustancie o sustantive en Canarias. Desde este punto de vista, lo único que es total y radicalmente canario es Canarias, en tanto que las plantas, los animales, las personas, etc., del archipiélago solo son canarios parcialmente, porque su relación con ella es meramente adjetiva.

Como es natural, la mencionada relación esencial entre las personas, los animales y las cosas designados por el nombre regente y el lugar implicado en el gentilicio puede ser, a su vez, muy diversa, dependiendo de la naturaleza concreta de los primeros. Así, cuando aquel designa animal, planta, mineral, fenómeno atmosférico, montaña, etc., la relación práctica interna con el lugar designado es natural y unidireccional: se trata de elementos que se encuentran integrados de una u otra manera en el medio insular, que los determina sin más.

Por el contrario, cuando se trata de personas, entonces la relación de pertenencia que nos ocupa no depende exclusivamente de la influencia del lugar sobre el hombre, sino que depende sobre todo de la influencia del hombre sobre el lugar. Por una parte, el hombre influye sobre el lugar, porque reacciona de una determinada manera ante los retos o estímulos que le lanza la naturaleza de ese lugar, modificándola en mayor o menor medida. Por otra parte, influye sobre el lugar, porque lo simboliza de tal o cual manera mediante sus palabras, que se convierten así en archivo de las nociones y la experiencia que el hombre tiene del medio y de las cosas que este contiene. Por tanto, es verdad que la tierra da vida al hombre, porque le proporciona soporte, alimento y abrigo: tanto en la vida como en la muerte está el hombre relacionado con la tierra: en la vida, por encima; en la muerte, por debajo; pero no es menos verdad que el hombre da vida a la tierra, porque le proporciona sentido con su verbo. Por eso, se puede decir que la naturaleza del hombre no es el medio físico en que habita, sino la lengua que habla, la maraña de nociones con que simboliza y da vida a esa realidad. La realidad del hombre no está fuera de él; está en su interior. Es lo que explica que podamos hablar en ausencia de las cosas, y hasta pensar en ellas, que es un hablar íntimo o con uno mismo. El ser humano es en primer lugar un constructor de palabras, oraciones y textos, y, a posteriori y como consecuencia de esto, un constructor, o destructor, de cosas. “El hombre –escribe Faustino Cordón- se distingue de los demás animales por el hecho de que toda la experiencia que va consiguiendo de la realidad la organiza continuamente en pensamiento, en experiencia comunicable mediante la palabra a otros hombres. A la inversa, todo hombre adquiere la mayor parte de su experiencia en forma de palabra oral o escrita, esto es, organizada ya en pensamiento por otros hombres.”. Las palabras ligan el hombre a la tierra y a la vida en ella. Por eso, cuando el hombre olvida sus palabras, deja de pertenecer a esa tierra. Y, si la relación del hombre con la tierra es primordialmente idiomática, una persona será de un lugar cuando haya adquirido los nombres de las cosas de ese lugar en sus mismas melodías, unos nombres que, por simbolizar de una determinada manera dichas cosas, son ya las cosas mismas y su historia. Y digo “en sus mismas melodías”, porque, por ser inconsciente y público, es en el acento de su habla, en la forma de pronunciar y modular su lengua, donde más se manifiesta la autoctonía del hombre.

Vistas las cosas de esta manera, es claro que la mencionada acepción general ‘se dice de la persona, animal o cosa interna o permanentemente relacionado con Canarias, o perteneciente a ella’ de la significación invariante ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’ de nuestro adjetivo canario presenta de nuevo dos sentidos radicalmente distintos:

a) ‘Dicho de entes no personales, de la tradición natural de Canarias, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuye, una tradición determinada exclusivamente por el medio de las islas’;

y b) ‘Dicho de personas, de la tradición cultural y lingüística de Canarias, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen, una tradición radicalmente determinada por el devenir histórico, las expresiones propias, el paisaje, la flora, la fauna, la climatología, etc., del archipiélago: v. gr., mujer canaria, niño canario, campesino canario, lengua canaria, costumbres canarias, baile canario, música canaria, comida canaria’.

Esta condición lingüística y cultural suele ser adquirida de forma espontánea por las personas nacidas y criadas en el lugar de que se trata. De ahí que los diccionarios al uso suelan definir el sentido gentilicio en cuestión como ‘natural de’ el lugar indicado, o ‘nacido en’ él. Concretamente en el caso que nos ocupa aquí, se nos dice que canario significa ‘natural de Canarias o nacido en ella’. Sin embargo, es evidente que para adquirir los hábitos lingüísticos y culturales de un lugar no es imprescindible haber nacido en ese lugar. También los procedentes del exterior pueden adquirirlos, a condición de que se empapen de ellos. Por eso hay muchos diccionarios que prefieren definir esta acepción personal de los gentilicios como ‘natural o avecindado’ en el lugar de que se trata, más que como ‘nacido en’ el lugar de que se trata, a secas.

Obviamente, al margen de esto queda el asunto de la nacionalidad, que, por ser un hecho jurídico, no requiere integración lingüística o cultural. Desde esta misma perspectiva, dice determinado pensador judío, de modo, por cierto, bastante judaico, que de un lugar es todo aquel que paga sus impuestos en ese lugar.

Lo que cambia en los dos sentidos particulares que acabamos de enunciar de la palabra canario no es la significación de base, que es exactamente la misma en los dos casos: esto es, ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’. Tampoco cambia su sentido general, que es también exactamente el mismo en los dos casos: esto es, ‘se dice de la persona, animal o cosa internamente relacionado con Canarias, o perteneciente a ella’. Lo que realmente cambia aquí es la interpretación que hace el hablante, una interpretación determinada por factores referenciales muy concretos: el canario de flora canaria o de pájaro canario se interpreta en el sentido particular de ‘de la tradición natural de Canarias’, porque se combina con nombres designativos de planta y animal, respectivamente, y la relación de los vegetales y los animales con la tierra es natural, no artificial; el canario de hombre canario se interpreta en el sentido particular de ‘de la tradición lingüística y cultural de Canarias’, porque se combina con un nombre designativo de persona, y la relación que mantienen las personas con la tierra es artificial, no natural. Solamente la muerte convierte al hombre en parte natural de la tierra. Es evidente, pues, que los mencionados sentidos no están en la significación propia del gentilicio; están más concretamente en las cosas designadas por el nombre que rige al gentilicio, o en las propiedades y valoraciones que les hayamos atribuido los hablantes.

A su vez, como la relación práctica que mantienen los animales, las plantas, los minerales y los fenómenos atmosféricos con los lugares en que habitan o en que se localizan es más o menos distinta, la acepción general ‘de la tradición natural de Canarias’ de la significación invariante ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’ del gentilicio canario presenta a su vez al menos cuatro sentidos distintos:

a) Cuando el nombre que rige al gentilicio designa animal, entonces el mismo se entiende en el sentido de ‘de la tradición racial o biológica de Canarias’, una tradición determinada por las condiciones geográficas, climáticas, alimentarias, etc., del archipiélago: v. gr., almeja canaria, cigala canaria, ostrero canario, besugo canario, pájaro canario, presa canario. En este ámbito, se observa que determinadas especies animales canarias han venido de fuera de las islas en épocas más o menos recientes. Es el caso del camello canario, traído de África en la época de la conquista y colonización del archipiélago, y que, al adaptarse a las condiciones de la tierra e impregnarse de su realidad, devino en una variedad de camello muy determinada, una variedad de camello que nuestros campesinos denominan camello conejero o camello majorero;

b) Cuando el nombre que rige al gentilicio designa planta, entonces la mencionada acepción general de ‘se dice de la persona, animal o cosa internamente relacionada con Canarias’ se entiende en el sentido más particular de ‘arraigado o producido tradicionalmente en Canarias, un arraigo y una producción determinados también por las condiciones climáticas, aguas, propiedades del suelo, etc., del archipiélago: v. gr., sauce canario, laurel canario, poleo canario’. También aquí hay que decir que muchas plantas consideradas endémicas de Canarias proceden del exterior de las islas. Digamos que se convirtieron en canarias cuando se adaptaron a las condiciones de su medio natural;

c) Cuando el nombre que rige al gentilicio designa elementos del reino mineral, como rocas, arenas, etc., entonces la mencionada acepción general de nuestro gentilicio desarrolla el sentido concreto de ‘constitutivo de la naturaleza física de Canarias’: v. gr., arena canaria, obsidiana canaria;
y d) Cuando el nombre que rige al gentilicio designa fenómenos naturales, como viento, frío, etc., el mencionado sentido general de canario se entiende en el sentido de ‘propio de la climatología canaria’.

Tampoco nos encontramos en estos cuatro sentidos ante diferencias lingüísticas propiamente dichas, sino ante diferencias prácticas o referenciales: si el canario de pájaro canario se interpreta en el sentido ‘de la tradición biológica o racial de Canarias’, en tanto que el canario de poleo canario se interpreta en el sentido de ‘arraigado y producido tradicionalmente en Canarias’, es porque la relación que guardan los animales y las plantas con la tierra es sustancialmente distinta: aquellos mantienen con ella una relación de superficie; estas, una relación de raíz.

¿Cuál de los constituyentes de la realidad canaria vistos hasta aquí es más canario: los animales, las plantas, la geografía, los barrancos, los volcanes, las aguas, las piedras o el hombre? En principio, se puede decir que todos ellos son igualmente canarios, porque todos pertenecen de forma esencial o interna (no circunstancial o externa) a las islas canarias: son producto de su medio natural o cultural, o están adaptados a él. Por eso los hemos definido a todos como ‘esencialmente relacionados con Canarias, o pertenecientes a ella’. Sin embargo, si tomamos en consideración la mayor o menor antigüedad de cada uno de estos elementos y su mayor o menor grado de imbricación en el medio, es evidente que los animales, las plantas, las montañas, las playas, los fenómenos atmosféricos, etc., son mucho más canarios que el hombre, porque llevan mucho más tiempo en el archipiélago y son más consustanciales a su medio físico que este. Desde este particular punto de vista, es legítimo afirmar que el perinquén, el tajinaste, el parque de Garajonay o las dunas de Corralejo, por ejemplo, son mucho más canarios que cualquiera de los mortales que haya medrado en las islas hasta el momento presente.

¿Ha respetado el hombre canario la preeminencia de los animales, las plantas, las montañas, las playas, los fondos marinos, etc., de las islas, que, como vamos viendo, son más entrañables a la naturaleza del archipiélago y se encuentran aquí mucho antes que él? Evidentemente, no, como pone de manifiesto el estado agónico en que se encuentra el medio natural insular y las inquietantes amenazas que se ciernen sobre este. Piénsese, por ejemplo, en la pastosa marea negra que podría inundar las costas del archipiélago y arruinar la vida natural y humana en él, si al final se llevan a efecto los anunciados proyectos de extracción de petróleo de sus fondos marinos; o en el monstruo ortopédico en que puede quedar convertida la vieja montaña de Tindaya, si por fin se lleva a cabo el anunciado proyecto de vaciarle las entrañas, implantarle un cubo de cemento de cincuenta metros cúbicos y exhibirla como reclamo turístico, todo ello con el beneplácito de las consejerías y concejalías de medio ambiente correspondientes, que a veces parecen creadas más para legitimar con piruetas jurídicas la destrucción que para proteger, para impedir que sigamos matando la naturaleza. ¡Convierten en delito ecológico grave coger un puñado de lapas, o unos granos de carnada para pescar a viejas, y dan licencia para desgorrifar montañas o entullir sebadales! Ya desde finales del siglo XVIII empezó a advertir amargamente nuestro Viera y Clavijo que en Canarias “tropezamos a cada paso unos hombres que tienen la osadía de destruir en pocos instantes la bella obra de los siglos y el patrimonio de la posteridad, mientras no han hecho en toda su vida nada útil ni dejarán en los campos vestigios de su existencia”. En efecto, la agresión brutal que suponen la deforestación del territorio, la sobreexplotación de los recursos hídricos, la alocada construcción de carreteras, viviendas, puertos, la transformación del paisaje, etc., ayudados por la horripilante potencia destructora de las máquinas, acaban poco a poco con la vida natural en las islas, como denuncian a diario nuestros científicos y artistas. Aunque todos sabemos por dónde se pasa la autoridad las denuncias de la gente de ciencia.

Y no es solamente que el hombre niegue el derecho a la existencia a los animales, las plantas, las montañas, las aguas, etc., que comparten con él el territorio, a los que ha esquilmado, talado, calcinado y, por fin, sepultado bajo toneladas de asfalto y cemento; es que, además, ha terminado invirtiendo su relación con la tierra a la que pertenece, declarándose propietario soberano de ella. Por ello, en lugar de decir que “los canarios son de Canarias”, como las plantas o los animales, porque son una parte adjetiva de ella, dice arrogantemente, retorciéndole el cuello a la lógica, que “es Canarias la que es de los canarios”, que “Canarias es de él”. Esta perversión del significado de la palabra que nos ocupa tiene antecedentes lejanos: se encuentra ya en la misma denominación de gentilicio que dan los gramáticos al nombre que corresponde a todos los constituyentes de la tierra. ¿Por qué son palabras como canario, búlgaro o palestino gentilicios, nombre de “gens”, y no animalicios, nombre de animales, o mineralicios, nombre de minerales, por ejemplo, siendo, como es, que dichos nombres corresponden a todos estos referentes por igual? ¿Por qué se ha apropiado el hombre de un nombre que pertenece también al resto de los constituyentes del territorio? Pues simplemente por el perverso antropocentrismo o egocentrismo que lo caracteriza.

Hasta tal punto ha impuesto el hombre sus condiciones a la tierra a que pertenece, que ha terminado por atribuir a esta sus propias prácticas, cualidades y aficiones. Por eso solemos decir que expresiones como habla canaria, comida canaria, música canaria o lucha canaria, etc., significan ‘habla, comida, música o lucha de Canarias, de la tierra Canaria’ (como si las islas hablaran, comieran, cantaran o lucharan), en lugar de decir que significan ‘habla, comida, música, lucha, etc., de los canarios, de las personas que ocupamos provisionalmente Canarias’. Y también por eso mismo hemos terminado transfiriendo a la tierra nuestras propias paranoias e ideología, sobre todo a partir del romanticismo, que, como sabemos, se empeñó en definir al hombre en función de sus circunstancias. “¡Tinguaro pereció: luto, agonía,/ arrastra el eco en pos, de peña en peña:/ llora su inmensa soledad Nivaria!/ Y allá del Teide en la caverna umbría/ se oye: murió la independencia isleña!/ Murió con él la libertad canaria”, escribe nuestro romántico José Plácido Sansón en su soneto Tinguaro, haciendo que la isla de Tenerife llore desconsoladamente con él la derrota del mencionado caudillo guanche. La ideologización de la tierra no puede ser más descarada. Pero no: tenemos que reconocer que la tierra es insensible a los sentimientos y a las ideologías, que a la tierra canaria le traen sin cuidado los guanches o los españoles. A mí personalmente me pueden emocionar profundamente los charcos litorales de la isla en que nací, porque en ellos pesqué cabozos y pejeverdes con carnada de chirrimiles e hice navegar barquitos de hojalata en los lejanos días de la infancia, cuando más amorosa se manifestaba el alma a la influencia del medio; pero reconozco que esa emoción que me embarga ahora cada vez que pienso en ellos solamente está en mí, no en los charcos, que son, ¡ay!, absolutamente indiferentes a mi sentir, porque son inanimados. Las islas no sienten; las islas no sufren; las islas no odian; las islas no lloran, porque las islas tienen corazón de piedra. Como escribe García Cabrera en su La rodilla en el agua, poemario dedicado a las islas en sí mismas y por sí mismas, por sobre de la rosa de las aguas, las islas son “geografía solamente”.

En realidad, si hubiera que hablar de los propietarios de la tierra, tema al que sobre todo Tolstoi dedicó reflexiones profundas, habría que decir que la tierra es como el aire, el agua o el mar: patrimonio de la humanidad.

En todo caso, no es necesario ser un lince para darse cuenta de que la apropiación a que hacemos alusión está motivada por razones lingüísticas: el hombre siente que la tierra es suya, porque la tierra del hombre no es la tierra real, sino un invento de sus palabras, y nada más propio del hombre que las palabras. Pero esta causa no justifica la perversa inversión semántica que comentamos.

Y no se piense que lo que hago aquí es un planteamiento sentimentaloide de la naturaleza canaria, ni un cursi alegato ecologista. Lo que hago aquí es algo más concreto: poner de manifiesto las consecuencias graves que se derivan de la perversión del sentido de las palabras. Porque esa es la cuestión: que la mencionada inversión del sentido de la palabra canario, que, de su interpretación primaria de ‘se dice del hombre perteneciente a Canarias’, ha pasado a entenderse como ‘se dice del hombre poseedor de Canarias’, ha sido catastrófica, tanto para la tierra, como para su flora, su fauna, sus volcanes, sus costas, su paisaje, y hasta para el propio hombre canario. Para la tierra, porque, de su condición primigenia de madre generadora de vida y dueña y señora de las criaturas que crea y cría, que es el papel que le atribuye el gentilicio en su sentido no perverso, ha pasado a entenderse como territorio, como botín de especuladores, como objeto que se compra y se vende hecho jirones para construir casas o carreteras. Para el resto de los hermanos del hombre en la tierra (animales, plantas, montañas, aguas…), porque también han quedado subordinados a los intereses mercantiles, lúdicos, alimenticios, etc., del miembro más depredador de la familia, que hasta las eminentes montañas o los profundos barrancos elimina de un zarpazo brutal, si le impiden hacer negocio. Para el hombre mismo, porque la desolación del paisaje y los desajustes de la naturaleza, con sequías, inundaciones, tormentas, etc., cada vez más devastadoras, que ha provocado su destrozo medioambiental, hacen más inhóspita y sombría la vida en las islas.
¿Es posible otra forma más responsable de relacionarse con la tierra? No solamente es posible relacionarse de forma más responsable con la tierra en que vivimos, sino que tenemos la obligación moral de hacerlo, por nuestro bien y, sobre todo, por el bien de nuestros niños, de los canarios del mañana. Y, para conseguirlo, lo primero que se impone es un ejercicio de higiene lingüística: liberar al gentilicio canario de su perversa interpretación activa de ‘persona que posee Canarias’, donde el hombre se sitúa por encima de animales, plantas, paisaje, geografía, aguas, etc., y restituirle su primigenia interpretación pasiva de ‘persona poseída por Canarias’, donde el hombre está situado en el mismo nivel que animales, plantas, paisaje, geografía, aguas, etc., en el nivel de modesto constituyente de la tierra, que está por encima del hombre. Los habitantes de Canarias no somos sus propietarios; somos más bien ocasionales visitantes; no tenemos derechos sobre ella; tenemos sobre todo obligaciones, la obligación de conservarla. ¿Nos encontramos ante una empresa quimérica? No, porque así se trata a la tierra en otras partes del planeta donde hay más responsabilidad que aquí, y las cosas van mucho mejor.

Pero, en relación con el hombre, no basta con definir el gentilicio canario como ‘se dice de la persona de la tradición cultural y lingüística de las islas canarias, y de las cosas que le pertenecen o se le atribuyen’, como hemos dicho antes, pues, como es de sobra sabido, a lo largo de su historia, el archipiélago ha estado habitado por dos pueblos de lengua y cultura radicalmente distintos, ambos venidos de fuera, como muchos de sus animales y plantas: uno de procedencia africana (llamado guanche), de lengua y cultura bereberes, que, al parecer, llegó a ellas hacia los albores de la era cristiana y las habitó hasta el siglo XVI de esa misma era; y otro de procedencia europea, de lengua y cultura españolas, que se enseñoreó de ellas durante el siglo XV y que las ha habitado desde entonces hasta el momento presente.
¿Cuándo se convierten en canarios estos pueblos colonizadores del medio insular? ¿Cuándo canarizaron estos bereberes y españoles su bereberidad y españolidad originarias? ¿O debo decir más bien: cuándo bereberizaron y españolizaron estos bereberes y españoles a Canarias? Pues, lógicamente, cuando se familiarizaron con el mundo insular, inventaron tretas para superar sus retos, convirtieron en palabras, en las palabras de sus respectivas lenguas, las plantas, los animales, las montañas, los barrancos, etc., de las islas, y empezaron a sentirlos como propiedad privada. Todo esto quiere decir que la canariedad de los antiguos canarios y la canariedad de los canarios modernos no es algo absoluto, sino algo relativo: se trata de una mera manifestación de su bereberidad y de su hispanidad respectivas. Dicho de forma más concreta: la cultura y el habla de los canarios preeuropeos no son otra cosa que una manifestación histórica de la lengua y la cultura bereberes; como la cultura y el habla canarias actuales no son otra cosa que una manifestación histórica de la lengua y la cultura hispánicas, y no algo distinto de estas.

Por eso, al canario moderno no lo define solamente lo que tiene de canario; lo define más profundamente lo que tiene de hispano, suponiendo que ambas cosas puedan separarse. Prueba de ello es que, en su comunicación cotidiana, son mucho más rentables palabras generales como pensar, mano, corazón, amor, verdad, vida o muerte, por ejemplo, que voces regionales como gofio, papa, maresía, jeito, callao o mojo. No podemos hablar solamente con canarismos, porque los canarismos constituyen una porción muy pequeña (todo lo entrañable que se quiera, porque son palabras de la familia exclusivamente) del vocabulario que usamos. Si esto es así, ¿por qué van a ser menos canarias las palabras generales pensar, mano, corazón, amor, verdad, vida o muerte que las palabras locales gofio, papa, maresía, jeito, callao o mojo? ¿Porque las compartimos con otros seres humanos? Parece claro que, para la definición de lo que somos los canarios actuales, tan importantes son nuestras palabras generales y los procedimientos gramaticales que las hacen posible como nuestras palabras particulares: aquellas, porque nos definen de forma general (junto a los otros pueblos hispánicos) frente a los grupos humanos no hispánicos, sean ingleses, rusos o senegaleses; estas, porque nos definen de forma particular frente al resto de los grupos humanos hispánicos, sean andaluces, murcianos, cubanos o peruanos.

El hecho histórico que consideramos indica ya que la acepción ‘se dice de la persona de la tradición lingüística y cultural de Canarias y de las cosas que le pertenecen o se le atribuyen’ del gentilicio canario encierra en realidad dos sentidos radicalmente distintos:

a) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron las islas canarias hasta el siglo XVI, en que fueron asimiladas por la cultura y la lengua españolas, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

y b) ‘Se dice las personas de tradición lingüística y cultural hispánica que se enseñorearon de las islas canarias durante el siglo XV y que las han habitado hasta el momento presente, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’.

Como en los casos anteriores, no se trata de significaciones inherentes al gentilicio, sino de aleatorias orientaciones de sentido determinadas por razones históricas concretas, de hechos de parole. Bereberes y españolas son meras anécdotas en la historia del archipiélago. Hasta tal punto somos bereberes y españoles piojos pegados a la tierra canaria, que, si los vientos de la historia hubieran soplado en otro sentido, hoy, más que españolas, las islas serían francesas, portuguesas, inglesas o norteamericanas, como es de sobra sabido.

Pero sigamos haciéndonos preguntas. ¿Qué tienen que ver bereberes canarios y españoles canarios entre sí? En principio, solamente el haber ocupado el mismo solar, el estar impregnados de la misma naturaleza y el haber convivido juntos, en una convivencia problemática, un par de siglos (los siglos XV y XVI), lo que provocó el trasvase de ciertos elementos de la cultura y la lengua del primero a la cultura y la lengua del segundo, determinándolas en cierta medida. En lo demás, no hay más que diferencias: diferencias en la cultura, diferencias en la religión, diferencias en el derecho, diferencias en la lengua y diferencias hasta en la misma forma de percibir las islas: los primeros, que desconocían la navegación, las verían desde dentro exclusivamente. Es lo que podría explicar la escasa presencia de términos guanches en la toponimia de las costas canarias, frente a la abundancia de ellos en la denominación de sus barrancos, pueblos, valles, montañas, etc.; los segundos, que conocían la navegación, las verían desde dentro, sí, pero también desde fuera. De ahí que la inmensa mayoría de los nombres de nuestros puertos, caletas, playas, roques, sebadales, arrecifes, bajos, bajas, bajones, bajetas, puntillas, veriles, bufaderos, blanquizales, tableros, carnaderos, etc., sean propiamente españoles. Ni siquiera los nombres que los canarios hispanos tomaron de los canarios bereberes (los llamados guanchismos, tan abundantes sobre todo en nuestra toponimia) identifican a estos dos pueblos, porque dichos nombres bereberes, una vez que se adaptaron a los patrones fónicos, gramaticales y léxicos de la lengua española, dejaron de ser palabras bereberes, y se convirtieron en palabras españolas. Para un canario hispano, la voz Tenerife, por ejemplo, no es un sintagma nominal con el significado de ‘la del calor’, que es lo que, según algunos estudiosos, era en la lengua originaria; es una palabra primitiva sin más, un nombre propio identificador de una isla determinada. Esto quiere decir que las palabras de procedencia guanche (sean gofio, beletén, goro, eres, chagüiguo o time) no son menos españolas que las palabras que tomamos prestadas de los árabes (sean almohada, hasta, alcalde o albañil), o las palabras que evolucionaron directamente del latín: sean aguja, dar, cantar, feliz o pie.

Algunos alegarán, sin embargo, que una prueba de que canarios bereberes y canarios españoles estamos íntimamente relacionados es que nos designamos con el mismo nombre, el nombre canario, que procede de la lengua de los primero. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el hecho de que nos designemos con el nombre de ellos no significa que seamos continuación racial, cultural y lingüística suya; significa solamente que somos naturales del mismo lugar. En realidad, canarios bereberes y canarios hispanos son tan diferentes entre sí, que, a pesar de haber habitado el mismo territorio, haber convivido durante dos siglos en él y compartir el mismo gentilicio, los verdaderos hermanos de cultura y lengua de los primeros no son los segundos, sino el resto de los pueblos bereberes regados por el continente africano; y, a la inversa: los verdaderos hermanos de cultura y lengua de los segundos no son los primeros, sino el resto de los pueblos hispanos regados por la península ibérica y el continente americano, de los que nos diferenciamos en referentes, pero no en la forma de percibir esos referentes. El mar de los canarios, por ejemplo, será distinto del mar de los cubanos, o del mar de los asturianos, pero canarios, cubanos y asturianos percibimos esas tres realidades marinas distintas desde el mismo punto de vista semántico, desde el punto de vista semántico de la palabra mar, que es invariante. Y por eso somos todos ciudadanos de la misma patria, la patria de la lengua española. “La patria del hombre –decía Unamuno- no es el territorio que habita, sino la lengua que habla.”

¿Cuál de los dos grupos humanos mencionados es más canario? Si aplicamos el criterio de la antigüedad, no cabe ninguna duda de que los guanches fueron más canarios que los españoles, porque estuvieron mucho más tiempo en las islas que el que llevan estos: quince siglos los primeros y seis los segundos. Sin embargo, el mencionado criterio no parece pertinente en el caso del hombre, porque, como señalamos más arriba, la relación del hombre con la tierra es artificial, no natural. Por mucho que permanezca en un lugar, nunca se convertirá el hombre en montaña o río de ese lugar. Casi está uno por decir que, en el hombre, la autoctonía es más un problema de retina que un problema de años: cuanta más realidad de un lugar tengamos metida en la retina, más seremos de ese lugar.

Hay quien piensa, sin embargo, que el asunto que nos ocupa es más un asunto de ideología que un asunto de realidad. De un lado, para los indigenistas insulares, que tienen sus propios partidos políticos, sus asociaciones culturales, etc., los verdaderos canarios son los canarios que vinieron de África, los llamados guanches, y sus un tanto difusos descendientes actuales, en tanto que los canarios que carecen de sangre guanche serían unos desalmados usurpadores de la canariedad. De ahí que propugnen una vuelta al pasado prehispánico, una vuelta a las formas de vida de pastoreo, tagoror y ballesmén de los bereberes insulares, a sus prácticas profesionales, lingüísticas y culturales más genuinas, que es lo que, según ellos, se debería enseñar en las escuelas de las islas.

De otro, para los castellanistas o españolistas (unos más intransigentes que otros, todo hay que decirlo), que son los que dominan hoy la vida insular, actualmente no existen más canarios que los canarios europeos, en tanto que los canarios africanos constituyen simplemente un capítulo superado de la historia del archipiélago. De ahí que defiendan la cultura y la lengua españolas de forma más o menos radical: unos, aspirando a castellanizarlas totalmente, sin la más mínima concesión a la cultura y modalidad lingüística locales, manipulando y tergiversando, si es necesario; otros, defendiendo las singularidades de la cultura y el habla canarias dentro del contexto hispánico.

Ahondemos un poco más en la identidad de los dos grupos humanos mencionados. ¿Constituían los canarios bereberes o los bereberes canarios un pueblo más o menos homogéneo, con una identidad común? Según el parecer de los arqueólogos, los prehistoriadores, los lingüistas, etc., del archipiélago, los pueblos que habitaban cada una de las islas canarias al tiempo de la conquista europea coincidían en los aspectos más generales de la lengua bereber que hablaban y en ciertos elementos de sus prácticas religiosas, organización social, etc., pero diferían, en ocasiones de forma radical, en algunas de sus prácticas culturales, relaciones sociales, usos idiomáticos, etc., puesto que cada una de las islas constituía hasta entonces un universo cerrado, sin contacto con las demás. Algunos quieren decir que incluso es posible que procedieran de pueblos bereberes distintos. Evidentemente, si las cosas son así, si la población prehispánica de cada una de las islas del archipiélago poseía características propias tan destacadas, la acepción particular mencionada de ‘se dice del hombre de tradición lingüística y cultural bereber que habitó las islas canarias hasta el siglo XVI en que fue asimilado por la cultura y la lengua españolas, y de las cosas que le pertenecen o se le atribuyen’ del gentilicio canario implica a su vez al menos seis sentidos distintos:

a)’ Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron las islas de Lanzarote y Fuerteventura hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultural y la lengua españolas, y que en su lengua se denominaban majos’;

b) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron la isla de Canaria hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultural y la lengua españolas, y que en su lengua se denominaban canarios’;

c) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron la isla de Tenerife hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultura y la lengua españolas, y que en su lengua se denominaban guanches’;

d) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultura bereber que habitaron la isla de La Palma hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultura y la lengua españolas, y que los españoles mismos denominaron benahoaritas o auaritas, derivado de Benahoare, al parecer nombre aborigen de la isla’;
e) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron la isla de La Gomera hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultura y la lengua españolas, y que en su lengua se denominaban gomeros’;

y f) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural bereber que habitaron la isla de El Hierro hasta el siglo XVI en que fueron asimiladas por la cultura y la lenguas españolas, y que en su lengua se denominaban bimbaches o bimbapes’.

¿Eran realmente canarios estos bereberes insulares? Desde el punto de vista bereber, no se puede decir que fueran canarios en el sentido que hoy damos a esta palabra, porque al parecer no tenían conciencia de la unidad del archipiélago. Como dijimos antes, para los bereberes insulares, el gentilicio canario solamente designaba una fracción de la población que habitaba las islas en el pasado, la fracción que habitaba la isla que entonces se llamaba, y se siguió llamando durante mucho tiempo después, Canaria a secas.

Por el contrario, para los españoles, los bereberes insulares han sido siempre indiscutiblemente canarios, porque, a pesar de la discontinuidad territorial del archipiélago, lo contemplan como una realidad geográfica unitaria, cuya denominación resolvieron generalizando a la totalidad del territorio y a todos sus moradores, sean de la procedencia que sean, el gentilicio canario, en principio correspondiente solamente a la mencionada isla de Canaria, como acabamos de ver. Ya desde la baja edad media hay documentos donde aparece dicha denominación con este nuevo sentido. Concretamente, en una crónica castellana del año 1344 citada por Menéndez Pidal, se dice que los cristianos que huyeron de la invasión sarracena “se acogieron a las sierras bravas de las Asturias a bevir commo canarios”, es decir, como salvajes. De sobra sabido es que el primer documento de la historia de Canarias lleva por nombre Le Canarien, es decir, El Canario, refiriéndose a toda la población preeuropea del archipiélago. De esta manera, pasaba la voz canario a emplearse en dos sentidos distintos: el restringido ‘natural de Canaria’ y el extenso ‘natural de las islas canarias’, cuya ambigüedad resolvía el contexto o la situación lingüística: canario de Canaria y canario de Canarias.

¿Por qué se generalizo el gentilicio correspondiente a la isla de Canaria, y no el correspondiente a la isla de Tenerife, La Palma, La Gomera, El Hierro, Lanzarote o Fuerteventura, a la totalidad de los insulares? Tal vez porque, como han señalado los estudiosos desde antiguo, la mencionada isla fuera considerada (por extensión de terreno, cantidad de recursos, dificultades de ocupación, etc.) la más importante del archipiélago. Es lo que explica el epíteto gran que, para diferenciarse del resto de sus hermanas de geografía, habría de adquirir nuestra isla con el paso de los años. Si en lugar de a Canaria, se le hubiera dado preferencia a otra isla del territorio insular en la denominación del archipiélago, hablaríamos hoy de islas tinerfeñas, islas palmeras, islas gomeras, islas herreñas, islas lanzaroteñas o islas majoreras, y no de islas canarias.

La impresión que tienen los españoles de que los distintos pueblos bereberes que habitaban el archipiélago canario al tiempo de la conquista constituían un pueblo único es tal, que, a partir del siglo XVIII, para diferenciarlos de los canarios de procedencia española, ciertos eruditos insulares (como Quezada y Chaves, por ejemplo) y sobre todo algunos estudiosos europeos (como Bory de St. Vincent y Louis Feuillée, también por ejemplo) empiezan a designarlos de forma general mediante el gentilicio guanche, originariamente denominación de los naturales de la isla de Tenerife en exclusiva, como es de sobra sabido. Desde este nuevo punto de vista, canario sería principalmente el canario europeo, pero no el canario bereber, cosa que está más en consonancia con la realidad idiomática.

De todo lo dicho, se deduce que la canariedad que solemos atribuir de forma general a los bereberes insulares es más un invento de los españoles que una realidad propiamente bereber. Por lo general, cuando el pueblo llano habla de guanches, no habla de los guanches reales, de los que solamente tenemos las certezas que nos han transmitido algunos cronistas y los historiadores canarios más rigurosos; habla de los guanches que han inventado los escritores insulares (desde Viana a los románticos, principalmente), algunos antropólogos y etnógrafos europeos seducidos por la idea del buen salvaje de Rousseau y, por último, los viejos y nuevos apasionados del pasado insular, como han señalado ya algunos estudiosos de las islas, como Fernando Estévez, por ejemplo.

Y la pregunta que nos hemos hecho respecto de la unidad o no de los canarios bereberes también tiene sentido hacerla respecto de los canarios españolas. ¿Constituyen los canarios españoles, o los españoles canarios, de todos los tiempos, un pueblo más o menos homogéneo, con una identidad absolutamente monolítica? Evidentemente, no, pues tanto la historia como la geografía presentan en el archipiélago diferencias considerables.

Desde el punto de vista histórico, en la Canarias hispánica pueden distinguirse al menos tres etapas más o menos diferenciadas, con protagonistas a veces distintos, como ponen de manifiesto los cambios que se observan en muchos de sus apellidos:

a) Etapa de conquista y colonización, en el siglo XV y parte del XVI, con un tipo español (en buena medida, de procedencia andaluza) que mantenía estrechos lazos de unión con su originario solar peninsular y que estaba empeñado en al menos cuatro empresas distintas, pero complementarias, como nos hacen ver los cronistas de la conquista: neutralización, evangelización y castellanización de los antiguos propietarios de las tierras, asimilación de los normandos, portugueses y moriscos que también participaron en la conquista y colonización del archipiélago, reparto de la propiedad y organización administrativa, económica, religiosa, urbanística, etc., de la nueva sociedad. Lingüísticamente, la consecuencia más palpable de este contacto entre pueblos de procedencias diversas fue el trasvase de un número considerable de palabras bereberes y portuguesas al español un tanto arcaizante que trajeron a las islas conquistadores y colonizadores andaluces, y que alteraron en buena medida las estructuras de su vocabulario más nomenclador. Es una de las manifestaciones más claras de que una nueva sociedad empezaba a nacer. Sin embargo, como parece lógico suponer, el sentimiento de canariedad de estas gentes, que apenas comenzaban a familiarizarse con una tierra un tanto exótica y a apropiarse la realidad mediante sus propios nombres, tendría que ser en principio bastante laxo.

b) Etapa de consolidación de la nueva sociedad, entre los siglos XVI y XIX, en que lo prioritario parece haber sido la defensa del territorio de los peligros que venían del exterior: ataques de la piratería francesa, holandesa, berberisca y, sobre todo, inglesa, que en algunas ocasiones llegaron a reducir a cenizas a algunas de las ciudades más importantes de las islas, como Santa Cruz de la Palma, quemada por el francés François Le Clerc o Pie de Palo, en 1553; San Sebastián de La Gomera, por el francés Jean Capdeville, en 1571; Teguise, por el argelino Morato Arráez, en 1586; Betancuria, por el morato Xabán Arráez, en 1593; Las Palmas de Gran Canaria, por el holandés Pieter van der Does, en 1599, etc., etc., como describe con todo lujo de detalles Antonio Rumeu de Armas en su imprescindible Canarias y el Atlántico. Piratería y ataques navales. Sin ninguna duda, esta amenaza, que afectaba por igual a todas las islas del archipiélago y que se prolongó durante un tiempo tan dilatado, tuvo que crear un sentimiento de solidaridad entre todos sus habitantes, que contribuiría de forma decisiva a la consolidación de una conciencia regional más estrecha. El mismo Rumeu de Armas escribe que “los desgraciados sucesos de Santa Cruz de La Palma (la citada destrucción de la ciudad por el pirata François le Clerc) conmocionaron de tal manera al archipiélago todo, que cada una de las islas veló por su propia seguridad, tomando diferentes medidas militares con que garantizar a sus moradores la mínima tranquilidad que es precisa para vivir”.

y c) Etapa de modernización, en los siglos XX y XXI principalmente, en que se redefinen las bases sociales, económicas, políticas, etc., de las islas, determinada por dos circunstancias distintas. En primer lugar, por la independencia definitiva de las colonias americanas a finales del XIX, que hace que Canarias deje de ser puente entre Europa y América y se convierta en mera frontera sur de España. En segundo lugar, por el proceso de urbanización, auge del turismo, expansión del capitalismo mundial, desarrollo de la industria, la tecnología, y las comunicaciones (la televisión e Internet, sobre todo), etc., característicos de la edad contemporánea, que lo han globalizado todo. En los tiempos en que el ciclo de la humanidad se va cerrando, el hombre de las islas sabe que su futuro no se juega solo en Canarias; se juega también fuera de Canarias, sea en Alemania, la Amazonía, Afganistán, la Antártida o Hollywood. Como sabe que su mercado laboral no se reduce a Canarias, sino que es todo el planeta. De ahí su apertura al mundo, su preocupación por la formación cultural, en la que el aprendizaje de lenguas extranjeras ocupa un lugar fundamental, y su implicación más decidida en los problemas fundamentales de todos. Porque el problema en la era de la globalización no es tanto que se encuentren en peligro de extinción las singularidades de los canarios, o de los ciudadanos de Guinea Papúa, por poner otro ejemplo; el problema en la era de la globalización es que es el ser humano mismo como ser humano, el hombre sin gentilicio, el que se encuentra en peligro de extinción, amenazado por la superpoblación del planeta, los conflictos por el control de sus limitados recursos, la concentración de la riqueza, el cambio climático, las guerras de religiones, el mal uso de la potente tecnología moderna, etc., que nos amenazan por igual a todos. La humanidad del hombre está por encima de las patrias todas. En estas horas angustiosas, incluso “los nacionalismos, si no son una enfermedad mental o una idolatría, deben desembocar en la búsqueda de lo universal”, como escribe Octavio Paz en su El laberinto de la soledad. En realidad, solamente cuando ha mirado hacia fuera, ha encontrado el canario método para conocer su realidad natural, cultural e histórica y ha hecho cosas grandes. Piénsese en las obras de un Cairasco de Figueroa, un Viera y Clavijo, un Pérez Galdós, un Tomás Morales, un Pedro García Cabrera o un Juan Ismael, que solamente fueron posibles mirando al Renacimiento, al Racionalismo francés del siglo XVIII, al Naturalismo, al Modernismo y al Surrealismo, respectivamente. Solamente mirando a la obra fonológica (Principios de fonología) de un príncipe ruso, el príncipe ruso Nicolai S. Trubetzkoy, pudo T. Trujillo en el año 1978 desentrañar los misterios fonológicos que encerraba hasta entonces esa joya de la cultura canaria que es el silbo gomero. En esta etapa de su historia, no es, por tanto, que el canario haya renunciado a sus raíces; lo que ha hecho más bien es abrirse al mundo para entenderse mejor y poner su voz particular, su particular forma de entender las cosas, al servicio de los problemas de todos. No se trata ahora de ver lo canario como hecho accidental, sino como hecho universal.

¿Son, pues, lo local y lo universal conceptos incompatibles? Evidentemente, no, sino aspectos distintos de un mismo fenómeno. Todo hecho puede ser visto como local o como universal: se le ve como local, cuando se le considera aisladamente, como mera anécdota, sin tener en cuenta las leyes que le subyacen. Es lo que suele hacer el costumbrismo más ramplón; se le ve como universal, cuando se le considera en su contexto general, como manifestación particular del tipo humano al que pertenece. Es lo que han hecho siempre la ciencia y el arte grande. Los escritores rusos son un buen ejemplo de cómo todo hecho local se sostiene sobre lo universal: Ana Karénina, Ivan Ilich, Fomá Fomich o Alexei Ivanóvich, por ejemplo, son indudablemente personajes rusos, pero personajes rusos universales, porque lo que se nos muestra en ellos son la angustia de la adúltera y el enfermo terminal de todos los lugares, la hipocresía del tartufo de todos los lugares y la pasión incontenible del ludópata de todos los lugares.

Si se acepta esta somera y sin duda superficial parcelación de la historia de la Canarias hispánica, es evidente que la acepción ‘se dice del hombre de tradición lingüística y cultural españolas que, durante los siglos XV y XVI, se enseñoreó de las islas, asimiló a su población anterior y las ha habitado hasta el momento presente’ del gentilicio canario, contiene a su vez tres sentidos distintos:

a) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural españolas que conquistaron y colonizaron las islas durante los siglos XV y XVI y sentaron las bases de la sociedad hispánica insular’;

b) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural españolas que, durante los siglos XVI-XIX, defendieron y consolidaron la sociedad hispánica insular anterior’;

y c) ‘Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural españolas que, durante los siglos XX y XXI, abrieron al mundo y modernizaron la sociedad hispánica insular’.

Obviamente, lo que estos tres grupos humanos tienen en común, que es una determinada forma de usar la lengua española (con seseo, uso etimológico de los pronombres le/ lo, vocabulario plagado de portuguesismos y guanchismos, etc.), las técnicas de explotación de los recursos pesqueros, agrícolas y ganaderos, el sentimiento del espacio, las relaciones familiares, la actitud ante el que viene de fuera, etc., es mucho más que lo que los diferencia.

Pero tampoco se puede decir que el hombre canario de los siglos XX y XXI, en que los cambios se han pasado de revoluciones, piense y sienta exactamente de la misma manera en todo el territorio insular. Sabido es que las mutaciones sociales, lingüísticas, tecnológicas, etc., no se imponen de forma simultánea en un territorio o en un grupo humano, sino que se imponen de forma progresiva. Así, tenemos que, en la Canarias actual, junto a un hombre urbano abierto al mundo externo, con una formación cultural moderna y una modalidad lingüística más nivelada con el resto de las normas hispánicas, existe un hombre más rural, encerrado en su pequeño mundo y con una norma lingüística plagada de voces propias. En realidad, el ayer y el hoy mesturados en el mismo tiempo. De ahí que la mencionada acepción ‘se dice del hombre de las islas de los siglos XX y XXI’ de nuestro gentilicio encierre al menos dos sentidos distintos:

a) Se dice de las personas de la Canarias de los siglos XX y XXI apegadas a las tradiciones culturales (gastronómicas, folklore musical, formas de vestir, relaciones…) y lingüísticas del archipiélago’;

y b) ‘Se dice de las personas de la Canarias de los siglos XX y XXI de cultura y lengua españolas más innovadoras, abiertas a las novedades culturales y lingüísticas de otras zonas del mundo’.

¿Cuál de estos dos tipos de canarios es más canario: el canario rural o tradicional o el canario urbano o moderno?

Muchas personas de las islas están convencidas de que el verdadero y genuino canario es el canario tradicional, el canario que come gofio, canta isas, asiste religiosamente a las romerías y disfruta con los lances de la lucha canaria. Como es de sobra sabido, acumulando exageradamente algunos de los rasgos culturales y, sobre todo, lingüísticos, más arcaizantes del campesino del archipiélago, han inventado nuestros costumbristas un populachero personaje de comedia cazurro y de expresión más avulgarada que dialectal (llámese Pepe Monagas, Seña María, Cho Juan o Carmela), que se exhibe en fiestas, programas de radio y televisión, anuncios publicitarios, chistes, obras literarias, etc., como prototipo de la canariedad. Se trata de un cliché que nada tiene que ver, no solamente con el canario urbano, sino ni tan siquiera con el canario rural, que es más bien una persona de expresión y comportamiento intachables, aunque ciertamente algo suspicaz, como le ocurre a toda víctima de la marginalidad. El cazurro y mal hablado mago o campurrio de nuestros humoristas y el alto, rubio y forzudo guanche de nuestros idealistas son dos de las invenciones más destacadas de la mitología canaria, de eso que Juan Manuel García Ramos ha dado en denominar imaginario atlántico. El alto, rubio y forzudo guanche, tal vez para halagar nuestra vanidad. El cazurro y mal hablado mago o campurrio, acaso para mangonear políticamente y hacer reír. Piénsese, si no, en el éxito arrollador de programas como el televisivo “En clave de ja”. Nunca he podido comprender por qué gustan a determinadas gentes de las islas estos programas de paletos en que se ridiculiza tan cruelmente a sus paisanos. ¿Será que somos un pueblo masoquista? ¿O será más bien que sabemos en el fondo que estos personajes ridículos, que, más que hablar, farfullan, no tienen nada que ver con nosotros? Tengo que decir que, a mí personalmente, Pepe Monagas, Seña María, Cho Juan y Carmela, más que hacerme reír, me producen una profunda tristeza.
No se trata, evidentemente, de negar el habla, la cultura y hasta el alma canarios, que son realidades incontestables. Se trata de denunciar su mistificación. El prototipo de la canariedad no es el mago o campurrio de nuestros costumbristas, humoristas o políticos; lo que define al canario no es la machangada sistemática ni la expresión chabacana. Ningún canario es realmente así. Y, si alguno lo parece, es porque se ha puesto el disfraz del mago inventado, porque ha terminado sucumbiendo a la ficción. Ya sugirió Óscar Wilde que, en la vida, más que imitar el arte a la realidad, como se creía tradicionalmente, es la realidad la que imita al arte. Prueba de lo que decimos es que, quien más suele usar el traje típico, es el canario urbano.

Y no se crea que hablamos de un asunto menor. El daño que esta desafortunada caricatura de nuestros costumbristas, que supuestamente nos retrata a todos, ha hecho y sigue haciendo a la sociedad canaria en general ha sido enorme. En primer lugar, porque ha contribuido, en mayor o menor medida, a que el canario se avergüence de su forma de hablar, de sus costumbres, de sus paisanos, y hasta de su propia persona. En segundo lugar, porque ha provocado que, para los de fuera, lo canario sea sinónimo de analfabetismo, atraso y miseria. Por eso hay gente que no nos toma en serio, y por eso la falta de crédito que suelen tener los proyectos culturales y políticos insulares, por más coherentes y justificados que estos sean.

Tampoco se puede decir que el prototipo de la canariedad sea el campesino de las islas. Tanto lingüística como culturalmente, tan canario como el campesino es el hombre de las ciudades de las islas, su clase media y su clase alta; tan canario como el abuelo, que toca el timplillo, come gofio y papas arrugadas, disfruta la lucha canaria y sigue apegado a su habla tradicional, plagada de portuguesismos y ciertas innovaciones léxicas propias, es el nieto, que toca el violonchelo, come hamburguesas y papas fritas, practica surfing, chatea con jóvenes de Australia o Canadá, estudia ruso, disfruta con la obra dramática de un Shakespeare o la obra pictórica de un Edward Hopper y emplea un vocabulario y una sintaxis con un alto grado de estandarización, porque también este, como aquel, ha hecho su vida en las islas y está adaptado a su particular medio cultural y lingüístico. En realidad, los dos tipos humanos que nos ocupan no difieren en que uno atesore las esencias de la canariedad y el otro sea una degeneración lingüística y cultural de aquel; se diferencian en la forma de ser canarios: en que uno mira hacia dentro, hacia su reducido predio, como ponen de manifiesto algunos de los cantares de su repertorio folklórico, como el conocido: “Tengo un pedazo de tierra/ con la que el gofio aseguro;/ cuatro jairas me dan leche:/ a mí qué me importa el mundo”; en tanto que el otro mira hacia fuera, hacia sus hermanos de otras tierras, de las que le ha venido y le sigue viniendo buena parte de lo que es, de lo que piensa y de los bienes de consumo que disfruta. Es como si se hubiera dado cuenta de que no podemos pasarnos la vida mirándonos el ombligo y quejándonos de que no nos entienden, mientras otros trazan discurren, inventan y trazan el destino de todos. Y, como es natural, esta nueva actitud le ha ampliado enormemente el ámbito de sus interlocutores: antes, los interlocutores del canario casi se limitaban a sus paisanos; ahora, son sus paisanos, sí, pero también el resto del mundo. Y, para comunicarse con el resto del mundo, resultan escasas y pequeñas las palabras y la mentalidad del pasado. Lo que han hecho nuestros jóvenes no ha sido, pues, renunciar a sus raíces, como creen muchos, sino más bien poner alas a sus raíces, como diría Juan Ramón Jiménez, y trabajar con el resto de la humanidad en la búsqueda de soluciones a los problemas de todos.

Por tanto, creemos que carecen de razón esos agoreros que de tarde en tarde lanzan a los cuatro vientos sus pronósticos apocalípticos de que el canario se encuentra en peligro de extinción. En primer lugar, carecen de razón, porque, si el canario aludido es Pepe Monagas o Seña María, estamos hablando de un canario que no ha existido nunca en el mundo real y, por tanto, no parece razonable hablar de extinción de algo que no ha existido ni existe. En segundo lugar, dicho vaticinio carece de fundamento porque, si el canario aludido es el campesino de las islas, que es una parte cada vez más exigua del pueblo canario, hay que decir que lo que se está extinguiendo en la actualidad no es el pueblo canario en su conjunto, sino una parte del pueblo canario, su parte más tradicional, que da paso a un canario más atento a las necesidades del mundo moderno.

Desde el punto de vista geográfico, tampoco se puede decir que los canarios hispanos sean totalmente idénticos, puesta los habitantes de cada una de las islas presentan determinadas peculiaridades lingüísticas, actividades, aficiones, etc., más o menos diferenciadas. Por ejemplo, en el ámbito del habla, tenemos que la pronunciación de los grancanarios no es exactamente igual que la de los tinerfeños o la de los palmeros; los majoreros usan determinados guanchismos que no encontramos en el resto del archipiélago; los palmeros, determinados portuguesismos propios; los gomeros emplean un ingenioso silbo articulado que se desconoce en el resto del archipiélago, salvo en El Hierro, adonde tal vez se extendiera desde allí; etc.; en el ámbito del folklore musical, los tocadores y cantadores conejeros presentan ciertas particularidades que no presentan los tocadores y cantadores del resto de las islas; en el ámbito comercial, los majoreros fueron famosos por sus quesos y pejines (majoreros muertos los denominaban los grancanarios, estableciendo una identidad total entre el producto y el productor), los herreños, por sus higos pasados y quesadillas, los gomeros, por su almagrote, etc. Precisamente por ello, la mencionada acepción de ‘se dice las personas de tradición lingüística y cultural hispánica que se enseñorearon de las islas canarias durante el siglo XV y que las han habitado hasta el momento presente, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’ encierra al menos siete sentidos particulares distintos:

a) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de Lanzarote (particularmente denominadas lanzaroteños o conejeros), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

b) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de Fuerteventura (particularmente denominadas majoreros), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

c) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de Canaria o Gran Canaria (particularmente denominadas canarios, grancanarios o canariones), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

d) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de Tenerife (particularmente denominadas tinerfeños o chicharreros), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

e) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de La Palma (particularmente denominados palmeros), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

f) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de La Gomera (particularmente denominadas gomeros), y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’;

g) ’Se dice de las personas de tradición lingüística y cultural hispánica de la isla de El Hierro (particularmente denominadas herreños, y de las cosas que les pertenecen o se les atribuyen’.

Estas peculiaridades propias de los habitantes de cada una de las islas debieron de surgir muy temprano, pues ya desde el mismo siglo XVI circulan prejuicios acerca del carácter particular de cada un de ellos. Así, según Torriani, en esta época “los lanzaroteños son considerados asesinos; los de Fuerteventura, indolentes; los canarios, mentirosos; los de Tenerife, ingratos; los gomeros, traidores; los de El Hierro, toscos; y los palmeros, vanidosos”.
En síntesis: podemos decir que, desde el punto de vista idiomático más estricto, lo único que significa invariantemente el gentilicio canario es algo así como ‘adscrito al concepto ‘Canarias’’, y que los contenidos más específicos que hemos analizado hasta aquí (‘circunstancialmente relacionado con Canarias’, ‘de la tradición racial de Canarias’, ‘producido en Canarias’, ‘de la tradición lingüística y cultural bereber de Canarias’, ‘de la tradición lingüística y cultural española de Canarias’, ‘apegado a las tradiciones de la Canarias española’, etc., etc.) no son otra cosa que orientaciones de sentido más o menos circunstanciales de esa significación invariante, orientaciones de sentido determinadas por externos factores referenciales e históricos más o menos concretos. La diferencia no radica aquí en que algunos de estos referentes sean canarios y los otros no, sino en la forma de ser canario de cada uno de ellos, que, por otra parte, no agotan, ni mucho menos, las posibilidades de la mencionada significación invariante, las posibilidades de la canariedad, que son infinitas.

Y, si se puede ser canario de todas las maneras mencionadas, si hay distintas canariedades, todas igualmente legítimas, porque lo autoriza la significación más profunda del gentilicio canario y sus usos históricos, es claro que nadie tiene el monopolio de la canariedad. Todos aquellos que pretenden reducir la canariedad a sus estrechas entendederas ideológicas, cometen un intolerable acto de usurpación de un gentilicio que, ni lingüística ni culturalmente, les corresponde en exclusiva. Porque no se puede hablar de canariedad en general, sino de canariedad en particular, de canariedad en relación con cada uno de los mencionados múltiples referentes del gentilicio: la canariedad del Corte Inglés radicado en las islas no es menos auténtica que la canariedad de la ventita de la esquina; la canariedad de los españoles, no menos auténtica que la canariedad de los guanches; la canariedad de los que han olvidado los añejos usos y costumbres canarios y practican otros distintos, no menos auténtica que la canariedad de aquellos que los viven todavía de forma apasionada, y hasta militante; la canariedad de los herreños, no menos auténtica que la canariedad de los grancanarios; la canariedad de las plantas, los animales, las montañas, etc., de las islas, no menos auténtica que la canariedad de las personas. Y obligados estamos a respetarlas todas.

A pesar de que esto es así de sencillo, sin embargo, hay mucha gente que se pregunta en serio cuál de los canarios mencionados es el auténtico, y, consecuentemente, -y esto es lo más grave- cuál de ellos es el que tiene más derechos sobre las islas.

De un lado, para los indigenistas sentimentales, los canarios auténticos, y, por tanto, los dueños legítimos de las islas, son los canarios bereberes, el grupo humano ya desaparecido que colonizó primero el territorio insular, en tanto que los canarios españoles, que llegaron después y que son los únicos que existen actualmente, no serían otra cosa que unos canarios espurios, unos usurpadores de la canariedad, porque reemplazaron a los anteriores por la fuerza de las armas. ¿Qué hay de razonable en este planteamiento? Desde nuestra perspectiva actual (aunque no desde la perspectiva medieval), no cabe ninguna duda de que, como toda guerra, la guerra que hicieron los españoles a los guanches para arrebatarles la propiedad de las islas fue un acto inmoral, como denunciaron algunos hombres del siglo XVI. “Cosa averiguada es, por derecho divino y humano –escribe el padre Alonso de Espinosa-, que la guerra que los españoles hicieron, así a los naturales de estas islas como a los indios en las occidentales regiones, fue injusta, sin tener razón alguna de bien en que estribar; porque ni ellos poseían tierras de cristianos, ni salían de sus límites y términos para infestar ni molestar las ajenas. Pues decir que les traían el Evangelio, había de ser con predicación y amonestación, y no con tambor y bandera, rogados y no forzados”. Pero esto es una cosa, y otra muy distinta el problema de si se es canario o no se es canario, y si se tiene o no derecho a esa canariedad. Y, desde este punto de vista, que es el que ventilamos aquí, no cabe la menor duda de que los canarios españoles son tan canarios como los canarios bereberes, porque, una vez que se asentaron en las islas y empezaron a dar sentido a su geografía, a su flora, a su fauna, etc., mediante sus palabras, y a recibir la influencia de su medio, quedaron canarizados.

Por otra parte, si de inmoralidad se trata, podríamos hablar también de inmoralidad respecto de la naturaleza. Y, desde este punto de vista, habría que decir que tan inmorales como los españoles fueron los bereberes, porque tanto unos como otros mancharon con su presencia la originaria virginidad de las islas. Y falta haría que alguna vez el hombre pidiera perdón por los daños que su mera presencia ha hecho al resto de la naturaleza.

De otro lado, para los nostálgicos del pasado, los legítimos propietarios de Canarias son los canarios tradicionales, esos canarios que nos dicen adiós a toda prisa, en tanto que los canarios modernos, esos canarios que ven la televisión, usan Internet o están en posesión de estudios de bachillerato e incluso universitarios, por ejemplo, que constituyen una buena parte de la población canaria actual, no tienen derecho a las islas, porque ignoran o no practican la cultura de sus mayores. Ya vimos más arriba la falacia que encierra este planteamiento excluyente: el canario moderno no es una degeneración del canario tradicional, sino su evolución natural, adaptado a las condiciones del mundo de hoy; como el canario del siglos XIX no es un canario esencialmente distinto del canario del siglo XVI, sino su continuidad histórica. Y es que la identidad no es algo estática, sino una construcción dinámica, una construcción en constante evolución. Al fin y al cabo, ¿qué es vivir o crecer sino alejarse del que se fue?

Por nuestra parte, tenemos que decir que la pregunta “¿quién tiene más derecho sobre Canarias?” es una pregunta absolutamente ilegítima, y hasta inmoral, porque, lo que es derecho, a Canarias (como a cualquier parte del planeta) tienen derecho todas las personas, animales y cosas relacionadas con ella, independientemente de que hayan nacido o no en esta tierra; independientemente de que hayan nacido ya o vayan a nacer en el futuro; independientemente de que sean canarias o no. Como es natural, los mismos derechos que tengo yo, que he nacido y me he criado en Canarias, tengo enterrados a mi antepasados en su seno, he dedicado mis modestos esfuerzos a aprender de sus mayores y a formar a sus jóvenes y he dejado descendencia doble en su sociedad, a disfrutar de las playas de arena rubia o jable de la vieja Fuerteventura, en cuyas aguas me he zambullido y soleado desde que era niño, y que, por ello, tengo la debilidad de considerar mías, (el mismo derecho que yo, digo) tienen los turistas que nos visitan a millones cada año; los mismos derechos que tienen las personas que han nacido en las islas a la asistencia social, sanitaria y educativa de nuestra comunidad autónoma tienen los residentes que han venido de fuera, y los desdichados inmigrantes exhaustos que, impetrando nuestra caridad, arriban en frágiles pateras a las costas de las islas. Las circunstancias de haber nacido y vivido en un lugar y sentir de forma entrañable su geografía y su paisanaje no confieren ningún derecho especial sobre él. El derecho tiene que ver con la ley, y la ley es igual para todos los seres humanos del lugar.

Pero no, algunos no entienden las cosas así, sino que utilizan el gentilicio para hacer daño, acosar o, al menos, discriminar a los que no piensan como ellos, generalmente so pretexto de patriotismo, o, mejor, patrioterismo o chovinismo, bandera en que se envuelven con tanta frecuencia los malvados. El patriotismo fanático discrimina; el patriotismo fanático encarcela; el patriotismo fanático tortura; el patriotismo fanático asesina. ¡Qué razón tenía el doctor Jonhson cuando afirmaba que el patriotismo es el refugio de los canallas! Sin ir más lejos, ¿cuántos de nuestros paisanos no son acusados día tras días de canarios bastardos por algún que otro indigenista, simplemente porque rechazan el mito de que en Canarias pervivan actualmente la cultura y la lengua de los antiguos bereberes isleños? ¿Cuántos de nuestros escolares no son acusados a diario de malos canarios por algunos de sus compañeros de clase, o de sus maestros, simplemente porque rehúsan comprar el traje típico o aprenden a tocar el violonchelo, en lugar del timplillo, como si solamente se pudiera ser canario vistiendo de una determinada manera y tocando un determinado instrumento? ¿Cuánta gente procedente de la península que vive y trabaja entre nosotros no es tildada a diario, en público y en privado, de goda, de anticanaria, simplemente porque no comulga con las ruedas de molinos de los estrechos planteamientos ideológicos, lingüísticos o culturales del que insulta? En esta injuriosa palabra godo, que los canarios debiéramos borrar de nuestro vocabulario, porque está impregnada de resentimiento, se encierra buena parte del complejo de inferioridad de algunos de nuestros paisanos. Afortunadamente, todo patriotismo basado en el desprecio hacia el otro no es solamente inmoral, sino que es también inútil, porque los resultados que consigue son siempre pasajeros. ¿Dónde han venido a parar más temprano que tarde todas las sociedades construidas sobre el desprecio a los derechos del hombre?
¿Cómo es posible entonces que los canarios hayamos terminado haciéndonos una pregunta tan dañina? La respuesta es muy sencilla: hemos terminado formulándonos esta pregunta por la comentada interpretación sesgada que hemos hecho de nuestro gentilicio. Si lo que significa canario es ‘dueño de la finca Canarias’, y no ‘perteneciente a la tierra Canarias’, y hay tantos aspirantes a esta propiedad, ¿cómo no íbamos a preguntarnos cuál es el amo legítimo de la finca? Es una muestra más de que la tergiversación de los sentidos de las palabras tiene siempre sus consecuencias.

Sin embargo, hay que decir que no, que las islas canarias, que, según cálculo de los geólogos, empezaron a surgir a la vida hace ya más de veinte millones de años, no es de los fugaces bereberes que arribaron a ellas (acaso traídos por otros) hacia los albores de la era cristiana, y que las disfrutaron más o menos racionalmente hasta el siglo XVI. Tampoco es de los no menos fugaces españoles que las invadieron a partir del siglo XV y que las han esquilmado salvajemente hasta el momento presente. Y no es de los canarios bereberes ni de los canarios españoles porque, según indica la semántica del nombre, no es Canarias, que es noción sustantiva, la que pertenece a los canarios bereberes o a los canarios españoles, que son nociones adjetivas, sino unos y otros los que pertenecen a Canarias, una tierra que, con la misma indiferencia que dio vida en el pasado a gente africana y da vida en el presente a gente europea, puede dar vida en el futuro a gente de otros horizontes, lejanos o próximos, si es que cumplimos con nuestra obligación, y las dejamos habitables. Más todavía: ¿es que acaso no están gestando ya las islas un nuevo canario, un canario asiático?

Probablemente, sí. Porque los numerosos chinos que residen y trabajan tan sigilosamente en Canarias, como en otras partes del planeta, comiéndoles el terreno a los que se echan a dormir, también terminarán por ser (si es que no lo son ya) canarios, aunque, como es natural, mantengan su cultura china de base. ¿Y qué otras aves de paso, llámense canarias o no, harán sus fugaces nidos y nidadas en estas tierras de maresías cuando ni siquiera exista ya memoria de bereberes, españoles o chinos? ¿Y después…? Y así debería seguir siendo hasta el momento final, hasta que una pesada losa de silencio caiga definitivamente sobre estas rocas atlánticas, o ellas mismas (las que están y las que puedan surgir en el futuro de las entrañas de la tierra), gastadas también por la acción del tiempo, como las personas, los animales y las cosas que cobijaron, se abismen en las profundidades del mismo océano que las vio emerger, con fuerza incontenible, hace tantos millones de años.

* Instituto Universitario de Lingüística Andrés Bello
Universidad de La Laguna