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¿Pobre Iglesia? – Por Luis Alemany

La reivindicación de la pobreza, por parte del nuevo papa Francisco I, como norma de comportamiento prioritario de su gestión pontificia, parece proponer una evolución democrática en la (menos que tímida) trayectoria humanitaria que el Vaticano ha seguido a lo largo de los últimos veinte años, desde una institución cuya protocolaria estructura se enfrenta rotundamente a cualquier pretendida voluntad de acercamiento a los estratos sociales pretendidos; porque la semiótica en la que se inscribe tal entidad religiosa resulta incompatible (en mayor o menor medida: posiblemente mayor) con la proclamada sencillez que resultaría imprescindible para llevar a buen puerto esa proclamada voluntad de popularizarse; de tal manera que inevitablemente prevalecerá tal fastuosa semiótica -que forma parte sustancial e imprescindible de la estética vaticana- que terminará por devorar esas buenas voluntades de la declaración de principios pontificio.

Todos sabemos que la Iglesia Católica ha mantenido -desde siempre- una actitud contrapunteada que le ha permitido la cómoda supervivencia a lo largo de los siglos; de tal manera que (desde perspectivas diversas: a veces incluso repudiadas por la normativa jerárquica) han surgido en su seno -o en sus aledaños- fenómenos como la Madre Teresa de Calcuta, Ernesto Cardenal o la Teología de la Liberación, que pudieran exhibirse (aun desde la heterodoxia) frente a la mayoritaria actitud vaticana de colaborar fervorosamente -tal vez nunca mejor dicho- con los opresores poderes sociales de la política más conservadora, la feroz Banca capitalista o la explotación laboral; en cuyo proceso dicotómico pudiéramos situar -en cierta medida- también a este papa, procedente de un país conflictivo del continente americano, cuyo episcopado se inscribió -en muchas ocasiones- en la controversia social contestataria, aunque sujeto siempre a la ortodoxia jerárquica.

También desde la ortodoxia jerárquica (que ahora preside Francisco I urbi et orbe) se pretende desarrollar esa proclamada iglesia de la pobreza, que no puede uno por menos de considerar utópica, desde el momento en que la inevitable -e imprescindible- estructura vaticana (de rituales, ceremonias y convenciones) prevalecerá, de manera mayoritaria, sobre cualquier intento renovador, por mucho que Francisco I se empeñe en saltarse el protocolo, de vez en cuando, para abrazar a una señora: lo cual no supone otra cosa que la excepción eventual de una regla sólidamente institucionalizada que debe continuar para que continúe la institución.