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El rey cojo – Por Luis Alemany

   

La monarquía española lleva algunos meses cojeando, a causa de las diversas operaciones que ha tenido que sufrir el rey Juan Carlos I en lo que va de este breve año: por más que uno no pueda por menos de pensar -a tal respecto- que una muleta no determina necesariamente deterioro carismático regio, sino todo lo contrario, porque una muleta real (o dos -si necesarias son-, como en estos casos de ahora) deberían ser siempre preferibles a trastabilleos locomotivos como los que lleva proponiendo Mariano Rajoy, sin excesiva entusiasmo de respuesta por parte del personal de la nación; de tal manera que tal vez sea preferible un país que camine con muletas, que un país que no lo haga, deambulando con inseguridad, dando tropezones y cayéndose paso a paso; aunque también es cierto que sería conveniente distinguir -a este respecto- entre muletas y muletas, porque el padre del tatarabuelo del actual monarca español -Fernando VII-, en su megalomanía dictatorial decimonónica, cerró todas las Universidades del país y abrió -de manera docentemente compensatoria- una Escuela de Tauromaquia, en la que (piensa uno desde su radical taurofobia) las muletas debieron ser imprescindibles adminículos de estudio, análisis e investigación.

En cualquiera de los casos, la función -casi simbólica- que cumple, hoy por hoy y aquí, la monarquía española no precisa sustentar su solidez apoyándose en adminículos protésicos para subsistir: sin ellos ha desarrollado Juan Carlos I su andadura (entre trancas y barrancas más o menos cuestionadas) a través de los oscuros nubarrones indescifrados del 23 de Febrero de 1981, a la sospechosa Bárbara promiscuidad libidinosa, a las cacerías mayores acompañado de amigas muy íntimas, y a reglamentar balbucientemente las relaciones protocolarias de su Casa Real con sus familiares políticos: porque tal vez una muleta -o dos- no deba sembrar alarma con respecto a la correcta andadura de un país que siempre ha buscado angustiosamente algo en lo que apoyarse para seguir adelante; pero que -a lo mejor- tampoco debe sentir una excesiva confianza, al comprobar que ese apoyo monárquico de muletas que contemplan en La Zarzuela los ciudadanos de a pie no es real, sino regio, una dimensión que se aproxima más a la utopía lírica de excelsos alifafes inofensivos que a la angustiosa cotidianidad que desearían resolver con el apoyo de otras muletas que tocaran otros suelos nacionales con la necesaria provechosa contundencia.