tribuna > Antonio Pérez Henares

La nevada – Por Antonio Pérez Henares

La EPA congeló la primavera y el Gobierno sembró el hielo. Cuando parecía que algún sol comenzaba a calentarnos y que mayo estaba a los alcances, después de un penoso invierno de cinco años y medio, nos alcanzó de lleno otra ola de aire frío. La nevada del fin de semana ha dejado tiritando a España y calados de desesperanza, y hasta los huesos, a todos. Ha sido terrible el golpe, por más que lo aguardáramos con gesto inútil de levantar las manos, sobre nuestras cabezas y nuestros ánimos. Los seis millones de parados eran antes, ahora son doscientos mil más que esa cifra demoledora. Pero quizás peor que el mazazo, la tormenta del jueves, fue el pedrisco del viernes del Consejo de Ministros. No tanto por lo que hicieron, que al fin y al cabo no nos resubieron los impuestos ni nos ahondaron en recortes tan dolorosos como los pasados, sino por lo que no hicieron, por la carencia absoluta de medidas y propuestas de salida y de esperanza.La turbamulta política y mediática, que cada vez se confunden más en esta Patria, se levantó en furioso vendaval y el aullido de la cellisca hizo temblar el horizonte y acobardar hasta las encinas a punto de descuajarse. Los copos bailaban furiosos en las portadas y en los aires. En los ventisqueros donde se arremolina más la nieve se juntaban los más extraños elementos. Todos al unísono para derribar el árbol pero cada uno por diferente motivo y con diferentes intenciones.

Desde la inquina más feroz y continuada de quien supone que es a quien debieran hacer caso en esa casa hasta los ayer barridos por el viento electoral a la desolación del páramo. Conjurados todos para el hundimiento pero ayunos y enfrentados radicalmente en lo que haya de plantarse luego en el huerto arrasado. No es sin embargo por ese lado, por el del ruido y el tumulto, por donde en verdad viene el verdadero terremoto sino por el del silencio desolado de quienes, la mayoría de ayer, han perdido ya cualquier confianza. No son el problema de Rajoy sus enemigos sino quienes fueron sus votantes y quienes, sin serlo, le pusieron un interrogante. Son ellos a los que pedirles más paciencia supone un agravio. Bien saben que aquellos que dilapidaron todo no han de ser ahora salvadores de nada. La inmensa tristeza de esta tierra paralizada es que si de aquellos no cabe esperar nada es que estos parecen cada vez más impotentes e incapaces de hacer arrancar nada. Y ahí estamos.