Muchos argentinos están celebrando la muerte de una mujer que marcó con sangre sus vidas: Margaret Thatcher. Es que la Dama de Hierro validó del modo más duro su aterrador apodo con ellos, respondiendo con inusual violencia bélica a la invasión de Islas Malvinas (Falklands, para los ingleses), con que la dictadura que gobernaba Argentina intentó anular el malestar social que derrumbaba sus seis años de poder y blindar la sociedad tras una causa histórica común. Así, argentinos que el 30 de marzo de 1982 fueron duramente reprimidos por protestar, el 2 de abril glorificaron al mismo represor que, ahora, les saludaba desde los balcones de la Casa Rosada. Thatcher se ha ganado holgadamente el odio en Argentina, pues casi mil jóvenes argentinos murieron en combate, o se suicidaron tras regresar derrotados por un ejército británico altamente profesional.

Poco después de esa derrota, el Gobierno militar vio resucitar sus problemas internos y decidió devolver el poder a los civiles argentinos, lo que no concederá a Thatcher una estatua en Argentina, ya que, si el extinto general Leopoldo Galtieri -autor de la Guerra de 1982- y los esbirros que asesinaron miles de argentinos durante la dictadura y mandaron a morir sin armas óptimas a jóvenes inexpertos a Malvinas hubieran logrado una mínima victoria diplomática, hoy seguirían gobernando -las sociedades somos exitistas-, y muchos argentinos, olvidando las víctimas, seguirían aplaudiéndoles y Thatcher hubiera dejado de ser tan de hierro. Y no habría motivo para reconocerle algo. Guste o no, que de manera sangrienta e involuntaria aportó el retorno de la libertad y la democracia en la Argentina, como consecuencia de sus caprichos de seudoestadista sin diferencias ideológicas y ejecutivas con los genocidas argentinos que derrotó. Ni militares, ni políticas, ni económicas, ni sociales. Por ello muchos británicos también están brindando por su muerte.

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