Teólogos de gran fuste nos advierten del peligroso entusiasmo de los conversos y, además, la experiencia demuestra que el aviso sobrepasa los ámbitos de la fe y puede aplicarse en todos los campos y, de modo especial, en las aguas procelosas de la política. Un amigo alemán, “suavizado por el clima”, como le gusta decir, me regaló un libro titulado La primera vida de Merkel, firmado por dos periodistas prestigiosos (Günter Lachman y Ralph Georg Reuth), que entró en el sitio de las curiosidades, previo prolijo avance del donante, de su interesante contenido. En resumen, amplifica un secreto a voces sobre la briosa teutona que, como “el pérfido Napoleón, ya tiene en su puño a Europa”, como rezaba una castiza cancioncilla de la Villa y Corte. Resulta que la sibila del liberalismo salvaje, la heredera legítima del thatcherismo fue, en sus mocedades, una comunista ferviente, opuesta a la unificación alemana y, ante el hecho irreversible -que pagó toda Europa- partidaria de limitar las reformas a las elecciones democráticas y del sostén del estado socialista. Veinte años después de la caída del Muro de Berlín se aleja de sus antiguas querencias y afirma que “siempre mantuvo prudente distancia con el régimen totalitario de la República Democrática”. Sin embargo, sus biógrafos recuerdan sus actuaciones en la Secretaría de Propaganda y Agitación de las Juventudes Comunistas, en las que se aplicó con el mismo fervor con que ahora impone los recortes y los crueles sacrificios a la Europa del sur, y sus ascensos en la Academia de las Ciencias de la RDA “por su probada afinidad” con las políticas de esta institución. “Por más que maquille su pasado, hay hechos que no puede ocultar, y el principal es que, en 1991, cuando Helmut Kohl la nombró ministra, no era, ni mucho menos, una recién llegada a la política, si acaso una recién llegada a la democracia cristiana”. A la espera de su próxima traducción al castellano, asimilamos la sinopsis que nos brindó el amigo y que nos sirve, eso creemos, para entender los porqués de sus actuaciones implacables, su irritante dogmatismo, sus imposiciones sin anestesia, su rigidez y falta de cintura para lidiar el toro de la crisis y su nula voluntad para buscar y establecer mecanismos de regulación y de solidaridad europeos. De algún modo, prevemos otra vez más los riesgos de la “Europa alemana” de la que nos habló Ulrich Beckl y que comentamos en esta misma esquina, de manos de la robusta y tozuda conversa.