El viernes pasado compartíamos un mate con un amiguete y salió al paso de la conversación una persona que había hecho toda clase de destrozos familiares y económicos. Entonces él enunció lo que algunos llaman la ley de la compensación con el común decir “el que la hace, la paga”.
Yo disentí argumentado que era la expresión de un deseo de justicia que no estaba en nuestras manos ejercer y que la aguardábamos del destino o del mismísimo Dios aunque raras veces se cumplía. Y le puse dos ejemplos. Uno, el de un presidente de Colombia que murió plácidamente en su mansión campestre, a edad avanzada y rodeado de su feliz familia.
Con su antecesor, dieron origen a la violencia que asoló el país, causa directa de la que hoy padece. Hay municipios y barrios con su nombre y monumentos que lo ensalzan. El segundo ejemplo fue el de Bush y sus secuaces. Andan encantados y de fiesta como si no fueran culpables de los 4.445 jóvenes americanos muertos en Irak, más miles de inválidos, locos y suicidas, sin contar a los iraquíes caídos ni a los presos de Guantánamo que llevan 10 años torturados y sin cargos.
El sábado en la mañana recibí un mensaje de mi amigo que extendía la conversación de la noche anterior: “Mirá vos. Murió Videla”.
Efectivamente, el genocida la había palmado, en una cárcel común, sin otro remordimiento que el de no haber completado su exterminio. Al menos fue parcialmente juzgado. Argentina es la única que lo hace.
Pero la muerte de Videla ha terminado por abrir una ventana maloliente: la de si todos estos personajes, incluidos los dos de mis ejemplos, más los gobernantes neoliberales que los sucedieron, apenas son mano de obra cumpliendo con exceso de celo el mandato de los poderes que son superiores.
Una revisión a fondo del pasado reciente de América Latina nos puede conducir a ver su réplica en la Europa de hoy: corbatas en vez de charreteras pero peones de esos mismos intereses económicos que, impunes, no son ni serán siquiera señalados.