El 3 de junio de 2013 los representantes de más de 60 estados firmaron el primer tratado que regula el comercio internacional ilícito de armas, que es aquel intercambio que provee de armamento a Gobiernos que los usan contra su propia población o genéricamente contra la humanidad. El tratado se abrirá a la firma el próximo 3 de julio y entrará en vigor una vez se alcancen cincuenta ratificaciones. Este acuerdo internacional ha sido promovido por los Gobiernos occidentales, supuestamente empujados a ello por las opiniones públicas nacionales, las más cultas y las más concienciadas del género humano.
Como decía el subsecretario de Estado del Foreign Office, Alister Burt, el tratado de comercio de armas representa un “hito internacional” y hará que “el mundo se vuelva más seguro”. Dicho así, solo falta que se abran los cielos y bajen los ángeles trompeteros entonando el “Aleluya”. Pero, precisamente, quienes dicen esto no tienen empacho en votar pocos días antes a favor del levantamiento del embargo de armas de la Unión Europea a los contendientes en la guerra civil -¿realmente es una guerra civil?- de Siria. Es decir, por un lado les vendemos armas para que se maten, pero por otro lado, prohibimos el comercio que nosotros consideramos ilícito. ¿Cómo se entiende esto? Pues este es el motivo por el que Rusia, que es el segundo exportador de armas del mundo, se haya abstenido junto con otros veintitrés Estados en la votación del nuevo tratado. En concreto, el embajador ruso ante las Naciones Unidas, Vitali Churkin, enfatizó que el tratado no solo “no define con suficiente claridad los criterios humanitarios a la hora de evaluar los riesgos, que se prestan a diversas interpretaciones y que algunos países podrían usar con fines políticos” -como dice la activista de los derechos humanos Jody Williams, premio Nobel de la Paz en 1997: “no morirá ninguno de los nuestros, morirán los otros y eso nos parecerá bien”. Sin embargo, esa supuesta falta no es casual: el tratado no incluye la prohibición de suministrar armas a actores no estatales, incluidos los grupos rebeldes, en fechas recientes nada menos que a los denominados “rebeldes” sirios y libios, más atrás en el tiempo, a los muyahidines que combatieron al invasor soviético, a los contras nicaragüenses, a los opositores a los regímenes filocomunistas de medio mundo, hasta llegar a los anticastristas.
Por eso, el representante ruso en las negociaciones, Mijail Ulianov, se contenía cuando afirmó que su gobierno sentía “una profunda decepción. Los propósitos eran buenos, pero el tratado resultó bastante vacío, abundante en consignas, pero poco concreto. Formula tareas de modo generalizado, sin concretar los mecanismos de su realización”. Esto es, muy del gusto occidental y muy favorable a las políticas de los EE.UU., que se reserva el derecho a intervenir en los conflictos internos de los países que no se muestran favorables a sus intereses nacionales. Porque, lo que explica el mundo, hoy y desde hace siglos, es el interés nacional y el poder soberano de los Estados. Como dice recientemente el profesor Pérez Gil “la realidad internacional pone de manifiesto que la noción de interés nacional se emplea con dos significados diferentes: como guía para el estudio de una política exterior concreta y como justificación para las decisiones adoptadas” (Elementos para una teoría de la política exterior, 2012). Que estas políticas promuevan los derechos humanos es algo secundario y, en muchos casos, hasta se consigue lo contrario.